Matthew Pearl

El Club Dante

Título Original: The Dante Club

Traducción de Vicente Villacampa


ADVERTENCIA AL LECTOR

El martes por la tarde, los equipos de búsqueda recuperaron sano y salvo a Kenneth Stanton, de diez años, en un remoto paraje de las montañas Catamount. El muchacho, alumno de quinto de primaria, fue atendido en el centro médico Berkshire de inflamación y molestias producidas por la deposición en sus heridas de larvas de insectos en principio no identificados.

El entomólogo doctor K. L. Landsman, del Instituto y Museo Harve-Bay, de Boston, informa de que las muestras de mosca azul halladas en el lugar son históricamente desconocidas en Massachusetts. Lo más notable, afirma Landsman, es que los insectos y sus larvas parecen corresponder a una especie que los entomólogos consideraban extinguida desde hace casi cincuenta años, la Cochliomyia hominivorax, conocida comúnmente como gusano barrenador primario del Nuevo Mundo, clasificado en 1859 por un médico francés en una isla sudamericana. A finales del siglo XIX, la presencia de esta peligrosa especie alcanzó niveles de epidemia, causando la muerte de cientos de miles de cabezas de ganado en todo el hemisferio occidental.

Durante la década de 1950, un masivo programa impulsado por Norteamérica erradicó la especie, introduciendo entre la población moscas macho esterilizadas mediante radiaciones gamma. De esta manera se puso fin a la capacidad reproductora de las hembras.

El caso de Kenneth Stanton puede haber contribuido a lo que se conoce como una «renovación», producida en el laboratorio a partir de insectos utilizados por los investigadores. «Aunque la erradicación fue una inteligente iniciativa de salud pública -dice Landsman-, hay mucho que aprender en una instalación controlada y equipada con nuevas técnicas de observación.» Preguntado por su reacción ante su buena suerte taxonómica, Stanton replicó: «¡Mi profesor de ciencias cree que soy muy bueno!»


PREFACIO

Usted podrá preguntarse, a la vista del título del presente volumen, qué relación existe entre Dante y el artículo que antecede, pero no tardará en advertir que dicha relación es alarmante. Como autoridad reconocida en la recepción norteamericana de la Divina Comedia de Dante, fui contratado el pasado verano por Random House para escribir, a cambio de su acostumbrada mísera retribución, algunas observaciones preliminares a este libro.

El texto del señor Pearl deriva de los orígenes de la presencia de Dante en nuestra cultura. En 1867, el poeta H. W. Longfellow completó la primera traducción norteamericana de la Divina Comedia, el revolucionario poema de Dante sobre el más allá. En la actualidad existen más traducciones al inglés de la poesía de Dante que a cualquier otro idioma, y Estados Unidos edita más traducciones del autor que cualquier otro país. La Dante Society of America, de Cambridge, Massachusetts, se enorgullece de ser la organización más antigua existente en el mundo dedicada al estudio y promoción de Dante. Como señalaba T. S. Eliot, Dante y Shakespeare se reparten entre los dos el mundo moderno, y la mitad del mundo correspondiente a Dante se ensancha de año en año. Pero antes del trabajo de Longfellow, Dante permanecía casi desconocido en Norteamérica. No hablábamos la lengua italiana ni ésta solía enseñarse, no viajábamos al extranjero en número significativo, y los italianos que vivían en Estados Unidos no pasaban de un puñado disperso.

Con toda la fuerza de mi perspicacia crítica, observé, más allá de que se narran en El club Dante prevalecía la fábula sobre la historia. No obstante, buscando en la base de datos Lexis-Nexis para confirmar mi valoración, descubrí la inquietante noticia periodística reproducid; más arriba del Pittsfield Daily Reporter. Inmediatamente me puse el contacto con el doctor Landsman, del Instituto Harve-Bay, y reconstruí un cuadro completo del accidente que había ocurrido casi catorce años antes.

Kenneth Stanton se alejó de su familia, que había salido de excursión para pescar en los Berkshires, y tropezó con una extraña su cesión de animales muertos en un sendero cubierto de hierba: primero, un mapache con el ombligo rebosando de sangre; luego, un zorro; más allá, un oso negro. El muchacho contó después a sus padres que experimentó una especie de hipnosis ante aquella grotesca visión. Perdió el equilibrio y cayó, golpeándose con una hilera de rocas puntiagudas. Quedó inconsciente y con fractura de un tobillo, lo atacaron los gusanos barrenadores primarios de las moscas azules Cinco días más tarde, Kenneth Stanton, de diez años de edad, sucumbió a unas súbitas convulsiones mientras convalecía en su cama, La autopsia encontró doce larvas de Cochliomyia hominivorax, una de las especies de insectos más mortífera, extinguida desde hacía cincuenta años, o eso se creía.

La especie rediviva de mosca, mostrando una capacidad de supervivencia en distintos climas de la que no se tenía noticia previa, ha sido introducida desde entonces en el Próximo Oriente, al parecer en cargamentos de mercancías, y mientras escribo diezma el ganado y la economía del norte de Irán. Con posterioridad se ha formulado la teoría, a partir de hallazgos científicos publicados en Abstract of Entomology, del pasado año, de que la evolución divergente manifestada por las moscas se originó en el noreste de Estados Unidos en torno a 1865.

Para la pregunta de cómo empezó allí, al parecer no hay respuesta salvo, ahora estoy dolorosamente convencido, en los detalles de El club Dante. Desde hace más de cinco semanas, me he impuesta la tarea de someter el original de Pearl a un examen adicional a cargo de ocho de los catorce colegas docentes que tengo este semestre. Han analizado y catalogado los aspectos filológicos e historiográficos achacables únicamente al ego del autor. Cada día que pasa, somos testigos de alguna prueba más del notable grado de tristeza y de gloria que experimentaron Longfellow y sus protectores el año del sexto centenario del nacimiento de Dante. He renunciado a cualquier retribución, pues esto ya no era el prefacio que empecé a escribir como una advertencia. La muerte de Kenneth Stanton ha abierto de par en par la puerta cerrada de la llegada de Dante a nuestro mundo y de los secretos que aún permanecen por desvelar en nuestro tiempo. De ellos sólo quiero prevenirlo a usted, lector. Por favor, si continúa, recuerde ante todo que las palabras pueden sangrar.


Profesor C. LEWIS WATKINS

Cambridge, Massachusetts


CANTO PRIMERO


I

John Kurtz, jefe de la policía de Boston, hizo un esfuerzo para acomodarse entre las dos criadas. A un lado, la irlandesa que había descubierto el cadáver lloraba a lágrima viva y gimoteaba, plegaria que no resultaban familiares (porque eran católicas) ni inteligibles causa del llanto), y con sus cabellos producía picazón en la oreja de Kurtz. Al otro lado se sentaba la sobrina, muda y desesperada. La sal estaba profusamente amueblada con butacas y canapés, pero las mujeres se habían colocado muy apretadas contra el visitante mientras aguardaban. Él tenía que concentrarse en no derramar su té, pues las criadas imprimían fuertes sacudidas al diván de tela de crin negra.

Como jefe de policía, Kurtz se había enfrentado a otros asesinatos. Pero no a los suficientes para que aquello se convirtiera en una rutina: por lo general se perpetraban uno o dos al año, y en Boston podía transcurrir un período de doce meses sin un homicidio digne de señalarse. Los pocos asesinados eran de baja extracción, de manera que consolar no había formado parte de las funciones de Kurtz. D todos modos era un hombre demasiado impaciente con las emociones para haberse desempeñado bien en ese terreno. El subjefe de policía, Edward Savage, que ocasionalmente escribía poesía, hubiera podido hacerlo mejor.

Aquello, aquello era el único nombre que el jefe Kurtz podía permitirse dar a la horrible situación que iba a cambiar la vida de una ciudad no se limitaba a un asesinato. Era el asesinato de w brahmán de Boston, un miembro de la casta de los salones de Nueva Inglaterra, pasada por Harvard y bendecida por el unitarismo. Y la víctima rea más que eso: se trataba del más alto magistrado de los tribunales de Massachusetts. Aquello no sólo había matado a un hombre, como en ocasiones hacen los asesinos casi compasivamente, sino que lo había destrozado por completo.

La mujer a la que estaban aguardando en el mejor salón de Wide Oaks, había tomado el primer tren que pudo en Providence, después de recibir el telegrama. Los vagones de primera avanzaban ruidosamente, con irresponsable lentitud, pero ahora aquel viaje, como todo cuanto lo había antecedido, parecía formar parte de algo irreconocible y olvidado. Ella había hecho una apuesta consigo misma y con Dios: que el ministro de su familia no habría llegado a su casa antes que ella, y que el mensaje contenido en el telegrama sería una equivocación. Aquella apuesta suya no tenía ningún sentido, pero debía inventar algo en lo que creer, algo para mantener alejado al difunto de figura borrosa. Ednah Healey, basculando en el umbral del terror y el sentimiento de pérdida, miraba al vacío. Al entrar en su salón sólo percibió la ausencia de su ministro y se agitó con un irreal sentimiento de victoria.

Kurtz, un hombre robusto, que exhibía una coloración mostaza bajo su híspido bigote, se dio cuenta de que él también estaba temblando. Había ensayado el encuentro en el carruaje que lo llevaba a Wide Oaks:

– Señora, nos sentimos muy apenados por reclamar su presencia para esto. Comprenda que el juez presidente Healey… -No debía intentar anteponer una introducción a aquello-. Creímos mejor -continuó-explicarle las tristes circunstancias aquí, ¿sabe?, en su propia casa, donde usted se sentiría más cómoda.

Pensó que esa idea era generosa.

– Usted no hubiera encontrado al juez Healey, jefe Kurtz -dijo ella, y lo invitó a sentarse-. Lamento que haya hecho esta llamada en vano, pero se trata de una simple equivocación. El juez presidente estaba…, está pasando unos días en Beverly para trabajar con tranquilidad, mientras yo visitaba Providence con nuestros dos hijos. No se espera su regreso hasta mañana.

Kurtz no se sintió responsable por llevarle la contraria.

– Su doncella -dijo, señalando a la más corpulenta de las dos criadas-encontró su cadáver, señora. Fuera, cerca del río.

Nell Ranney, la criada, lloraba sintiéndose culpable por el descubrimiento. No se dio cuenta de que había restos de unas pocas lar vas ensangrentadas en el bolsillo de su delantal.

– Parece que sucedió hace varios días. Me temo que su marido no llegó a partir hacia el campo -dijo Kurtz, preocupado por no parecer demasiado brusco.

Ednah Healey lloró contenidamente al principio, como una mujer puede hacerlo por un animal de compañía muerto: reflexivamente y dominándose, pero sin ira. La pluma entre marrón y verde oliva que sobresalía de su sombrero se inclinaba con digna resistencia

Nell miró a la señora Healey nerviosamente y luego dijo en tono conmiserativo:

– Debería usted volver más tarde, jefe Kurtz. Por favor.

John Kurtz agradeció el permiso para escapar de Wide Oaks. Caminó con apropiada solemnidad hacia su nuevo conductor, un joyel y apuesto patrullero que mantenía bajados los estribos del carruaje policial. No había razón para apresurarse; no con lo que ya debería estar incubándose a propósito de aquello en la comisaría central entre los furiosos concejales y el alcalde Lincoln. Éste ya se había enemistado con él por no hacer suficientes redadas en los garitos de apostadores y en los prostíbulos para contentar a los periódicos.

Un terrible grito hendió el aire antes de que hubiera llegado muy lejos. Salió en ligeros ecos a través de la docena de chimeneas de la casa Kurtz se volvió y observó con obtuso distanciamiento a Ednah Healey a quien el sombrero con la pluma se le volaba y que, con el pelo suelto en mechones indómitos, corría por la escalinata principal y lanzaba, directamente a su cabeza, como un rayo, algo blanco y borroso.

Kurtz recordaría más tarde que parpadeó. Parecía que parpa dejar era lo único que podía hacer para evitar la catástrofe. Aceptó si propia indefensión. El asesinato de Artemus Prescott Healey había acabado con él. No la muerte en sí; la muerte era un visitante tan común en Boston, en 1865, como siempre: enfermedades infantiles; fiebres consuntivas, innominadas e inexorables; incendios incontenibles disturbios que estallaban; mujeres jóvenes que morían de parto en tal gran número que parecía que su destino no fuera permanecer en este mundo, y -hasta sólo seis meses antes-la guerra, que había reducido a miles y miles de muchachos de Boston a nombres escritos en notas enmarcadas en negro y enviadas a sus familias. Pero la meticulosa e insensata -la elaborada y desprovista de sentido-destrucción de un ser humano en concreto a manos de un desconocido…

Kurtz tropezó con su abrigo y rodó por el blando césped bañado por el sol. El jarrón arrojado por la señora Healey se rompió en mil fragmentos azules y marfileños contra el panzudo tronco de un roble (uno de los árboles que se decía habían dado nombre a la finca). Quizá, pensó Kurtz, después de todo debería haber mandado al subjefe Savage para ocuparse de aquello.

El patrullero Nicholas Rey, conductor de Kurtz, lo tomó del brazo y lo levantó hasta que se puso de pie. Los caballos dieron un bufido y piafaron al final del sendero para carruajes.

– ¡Él lo hizo todo lo mejor que supo! ¡Nosotros lo hicimos! ¡Nosotros no merecíamos esto, jefe, sea lo que sea lo que le hayan dicho! ¡No merecíamos nada de esto! ¡Y ahora yo estoy completamente sola!

Nell Ranney rodeó con sus gruesos brazos a la mujer que gritaba, la invitó a callar y la acarició, acunándola como hiciera con uno de los niños de Healey muchos años antes. Ednah Healey, a cambio, le clavó las uñas y la empujó, obligando a intervenir al apuesto y joven agente de policía, el patrullero Rey.

Pero la rabia de la viuda reciente se extinguió, y ella se dobló sobre la amplia blusa negra de la criada, ocupada sólo por su abultado pecho.


La vieja mansión nunca había parecido tan vacía.

Ednah Healey había partido para una de sus frecuentes visitas al hogar de su familia, los industriosos Sullivan, de Providence, mientras su marido se quedaba para trabajar sobre un litigio a propósito de una propiedad entre dos de las más importantes entidades bancarias de Boston. El juez se despidió de los suyos según su acostumbrada manera balbuciente y afectuosa, y se mostró lo bastante generoso como para prescindir del servicio una vez que la señora Healey estuvo fuera. La esposa nunca renunciaría a los criados, pero él disfrutaba de breves momentos de autonomía. Además, le gustaba tomarse