Steve Martini

El abogado

The Attorney

Josefina Meneses (Translator)

Para Leah



AGRADECIMIENTOS

Por el regreso de Paul Madriani, los aficionados y este escritor tenemos una gran deuda de gratitud para con Phyllis Grann, presidenta de Penguin Putnam, que se ha mostrado inflexible en su deseo de que Paul volviera a los tribunales. A ella le doy las gracias y le expreso mi reconocimiento.

En cuanto a color local y autenticidad geográfica, gran parte de uno y otra referentes a la espléndida ciudad portuaria de San Diego, le doy las gracias al equipo del fiscal del distrito de San Diego, Paul J. Pfingst. Mi particular reconocimiento a Greg Thompson, primer teniente fiscal, y a James D. Pippin, jefe de la División del Tribunal Superior de ese departamento.

Además, agradezco al juez del tribunal superior de San Diego Frank A. Brown su amabilidad al permitirme tener un atisbo de lo que ocurre entre bastidores en los juzgados de lo criminal y en el San Diego Hall of Justice, así como su espléndido sentido del humor y sus historias de pesca.

Por su asesoría en lo relativo al ambiente y la autenticidad de esa meca de la navegación a vela que es Shelter Island, así como por la insistencia con que me animó a utilizar San Diego como nuevo marco de estos relatos, tengo una deuda de gratitud para con Jack y Peggie Dargitz, y para con todo el personal de Red Sails Inn.

Por su infinita paciencia al lidiar conmigo, y por su perspicacia en todo lo referente a la personalidad femenina, le doy las gracias a mi esposa, Leah.

Con todas y cada una de estas personas, y con otras que puedo haber olvidado mencionar, tengo una gran deuda de gratitud por una ayuda que, al menos eso espero, me ha permitido escribir un relato verosímil. De cualquier fallo que el lector pueda encontrar a este respecto, yo soy el único responsable.


UNO

Puedo decir con precisión que la cosa empezó en una de esas sofocantes semanas de agosto, cuando el termómetro se acercaba a los cuarenta grados por décimo día consecutivo. Hasta la humedad era alta, cosa insólita en Capital City. El aire acondicionado de mi coche estaba averiado y, a las seis y cuarto, el tráfico de la interestatal se hallaba detenido tras un camión remolque cargado de tomates que había volcado camino de la fábrica Campbell. Se me haría tarde para recoger a Sarah en casa de la canguro.

Incluso con estos antecedentes, se trató de una decisión impulsiva. A los diez minutos de llegar a casa llamé a un agente inmobiliario al que conocía y le hice la pregunta clave: ¿Cuánto puedo conseguir por la casa? ¿Podría usted venir a hacer una evaluación? El mercado de bienes raíces estaba al rojo vivo, como el clima, así que a este respecto mi sentido de la oportunidad había sido muy acertado.

Sarah estaba en las vacaciones escolares, en ese incómodo ínterin entre quinto grado y la escuela intermedia, y no le apetecía nada el cambio. Sus mejores amigas -unas hermanas gemelas de su misma edad- se encontraban en la parte meridional del estado. Yo había conocido a la madre de ambas durante un seminario legal en el que ambos fuimos oradores, hacía ya casi tres años.

Susan McKay y sus hijas vivían en San Diego. Susan y yo nos habíamos visto con frecuencia, durante los viajes mensuales a San Diego y en otras reuniones en el punto intermedio de Morro Bay. Por algunos de esos motivos que los adultos nunca comprenderemos, las chicas parecieron hacerse amigas desde aquel primer encuentro. En San Diego, el tiempo era fresco y ventoso. Y además, la ciudad encerraba la promesa de una vida familiar de la que nosotros llevábamos casi cuatro años sin disfrutar.

A comienzos de julio nos habíamos pasado dos semanas de viaje, parte de ellas en Ensenada, al sur de la frontera. Yo me había sentido fascinado por el aroma de sal en el aire, y por el resplandor del sol que bailaba sobre la superficie del mar en Coronado. A media tarde, Susan y yo nos sentábamos en la playa mientras las niñas jugaban en el agua. El Pacífico parecía un infinito y ondulante crisol de azogue.

Al cabo de catorce breves días, Sarah y yo nos despedimos y montamos en mi coche. Mirando a mi hija, me fue posible leerle el pensamiento. ¿Por qué volvemos a Capital City? ¿Qué se nos ha perdido allí?

En el coche, Sarah tardó una hora en pronunciar en voz alta tales preguntas, y cuando lo hizo, yo ya tenía dispuesta toda la fría lógica adulta que un padre puede reunir.

Allí está mi trabajo. Tengo que regresar.

Pero podrías encontrar otro trabajo por aquí.

No es tan fácil. Un abogado tarda mucho tiempo en hacerse con una clientela.

Ya lo hiciste una vez. Podrías hacerlo de nuevo. Además, ahora tenemos dinero. Tú mismo lo dijiste.

En eso, mi hija tenía razón. Hacía ocho meses, yo me había forrado con un juicio civil, un caso de muerte por negligencia de terceros que fue visto ante un jurado. Harry Hinds y yo conseguimos un veredicto favorable. Le sacamos ocho millones de dólares a la compañía de seguros. Es lo que ocurre cuando un demandado decide tacañear en un mal caso. Ahora, una viuda con dos hijos había conseguido la seguridad económica, y Harry y yo, incluso después de pagar los impuestos, nos habíamos quedado con unos sabrosos dividendos en concepto de minutas.

Sin embargo, abandonar mi bufete legal era arriesgado.

Lo comprendo. Te sientes sola, le dije a Sarah.

Estoy sola, respondió ella.

Después de eso me quedé mirando a mi hija, con sus paletas de conejo y su largo cabello castaño que, sentada en el asiento del acompañante, me miraba con sus ojos de gacela, esperando una respuesta coherente que yo no tenía.

Cuando Nikki, mi esposa, murió, dejó un hueco en nuestras vidas que yo había sido incapaz de llenar. Mientras proseguíamos el viaje de regreso a Capital City, la insidiosa pregunta siguió resonando en mi cabeza: ¿Qué se nos ha perdido allí?

El corrosivo ambiente político y el achicharrante calor estival de Capital City tenían muy pocos atractivos y encerraban gran cantidad de recuerdos dolorosos. Aún no me había sido posible borrar de mi recuerdo el año que duró la enfermedad de Nikki. Aún había lugares en nuestra casa en los que, al doblar un recodo, seguía viendo el rostro de mi esposa. Las parejas que habían sido amigas nuestras ya no tenían nada en común con un viudo que estaba aproximándose a la mediana edad. Y ahora mi hija deseaba terminar con todo aquello.

Un lunes por la mañana, en la última semana de agosto, llamé a Harry a mi despacho. En tiempos, Harry Hinds había sido uno de los abogados criminalistas más destacados de la ciudad, que se encargaba principalmente de delitos graves que ocupaban las primeras planas de los periódicos. Quince años atrás perdió un caso de asesinato, y su cliente fue ejecutado en la cámara de gas del estado. Harry no volvió a ser el mismo. Para cuando yo abrí mi bufete en el mismo edificio en el que Harry tenía el suyo, él se dedicaba a defender a conductores borrachos y a compadecerse de sí mismo junto a ellos hasta altas horas de la noche en los bares de la ciudad.

Se unió a mi bufete para echar una mano en el juicio por homicidio de Talia Potter, y desde entonces había seguido conmigo. La especialidad de Harry son las montañas de papeleo que genera cualquier juicio. Con un cerebro que es como un cepo de acero, Harry se refiere a sus trabajos de investigación como «escarbar entre el estiércol hasta encontrar las flores». Es el único hombre que conozco que detesta perder un caso más que yo.

No me sentía con ánimos para decirle que me iba de Capital City, así que le comenté que sólo quería abrir una sucursal del bufete.

Él me sorprendió. Su única pregunta fue dónde.

Cuando se lo dije, se le iluminaron los ojos. Aparentemente, también él tenía ganas de mudarse. Un nuevo trabajo en un nuevo lugar, las mansas olas del Pacífico, tomar copas a la orilla del mar, y quizá conseguir en un proceso civil otros sabrosos honorarios que abrieran el camino para un glorioso semirretiro. En aquel instante, Harry se imaginó a sí mismo dando sorbos a una piña colada y contemplando los yates desde la terraza del hotel Del Coronado. Harry tiene una gran imaginación.

Conseguimos a alguien que se hiciera cargo del bufete de Capital City. Harry y yo no deseábamos quemar nuestros puentes de enlace. Nos turnaríamos para regresar a nuestra oficina central, manteniendo un pie en cada uno de ambos mundos hasta que pudiéramos mudarnos definitivamente al sur.

A lo largo de aquellos meses, Susan desempeñó un papel importantísimo, haciendo de madre suplente de Sarah. Yo podía dejar con ella a mi hija incluso durante una semana seguida. Cuando, durante aquellas ausencias de una semana, yo llamaba a Susan, era todo un triunfo conseguir que mi hija se pusiera al teléfono. Cuando lo hacía, su voz estaba llena de risa y en ella se percibía la brusquedad que le indica a uno que su llamada ha interrumpido algo agradable. Por primera vez en cinco años, desde la muerte de Nikki, mi hija era una niña feliz y despreocupada. Incluso cuando a finales del invierno se produjo un robo en la casa de Susan, yo me sentí seguro de que ella era perfectamente capaz de cuidar y proteger a mi hija.

Susan es siete años más joven que yo. Es una bella mujer de pelo negro. Y está divorciada. Tiene las facciones finas, el inocente aspecto de una chiquilla y el corazón de un guerrero.

Susan lleva ocho años dirigiendo el Servicio de Protección al Menor de San Diego, un departamento que investiga las acusaciones de malos tratos contra niños, y efectúa recomendaciones al fiscal de distrito y a los tribunales en lo referente a la custodia de los hijos. Llamar trabajo a la vocación de Susan es como llamar hobby a las cruzadas cristianas. Se dedica a su tarea con el fervor del auténtico creyente. Los niños son su vida. Su especialidad es la primera infancia, y el lema «Salvad a los niños» se ha convertido en su grito de guerra.

Llevamos viéndonos más de dos años, aunque no vivimos juntos ni siquiera ahora, en San Diego. Yo me mudé al sur para estar con ella, pero, tras algunas discusiones, decidimos que no compartiríamos el mismo techo. Al menos de momento.

Cuando me trasladé al sur, alguna norma no escrita de independencia dictó que mantuviéramos casas separadas. Sin embargo, cada vez pasamos más tiempo juntos, salvo en las ocasiones en que yo regreso a Capital City.

Ese particular nudo gordiano se cortará en cuanto Harry y yo hayamos conseguido una buena clientela en el sur. Ése es el motivo por el que hoy estoy renovando una vieja amistad.

Jonah y Mary Hale están sentados frente a mí al otro lado del escritorio. Él ha envejecido desde la última vez que lo vi.

Mary está igual. Su peinado es distinto, pero por lo demás, en diez años apenas ha cambiado. La última vez que nos vimos fue antes de la muerte de Ben y del juicio por asesinato de Talia. Océanos de agua han pasado bajo los puentes desde entonces.

El de Jonah fue uno de mis primeros casos en la práctica legal privada, poco después de abandonar la oficina del fiscal de distrito en la que me había fogueado. La recepcionista lo mandó pasillo abajo, a ver al nuevo abogado que trabajaba en el cubículo del fondo.

Por entonces, Jonah era un simple ganapán, un hombre casado de cincuenta y tantos años con una hija que estaba dejando atrás la adolescencia. Estaba a punto de retirarse… contra su voluntad. Trabajaba para el ferrocarril de Capital City, en los talleres de locomotoras que estaban a punto de cerrar. Jonah tenía una dolencia crónica en la espalda y las rodillas, producto de muchos años de trabajar sobre el duro hormigón levantando pesadas piezas de maquinaria. Por eso, cuando el ferrocarril se planteó una reducción de personal, él fue uno de los primeros candidatos al retiro. Incluso en estos momentos, Jonah camina con ayuda de un bastón, aunque el que usa ahora es bastante más bonito que el sencillo cayado de asa curva que utilizaba por entonces.

– Las piernas no mejoran con la edad -me dice, al tiempo que se remueve en el sillón en busca de la posición menos incómoda.

– Pero la sonrisa sigue siendo la misma -respondo.

– Sólo porque he vuelto a ver a un viejo amigo. Lo único que espero es que puedas ayudarme.

Jonah tiene el atractivo de un añoso Hemingway, con las arrugas en los lugares indicados. Pese a sus dolencias, no ha ganado peso. Su rostro bronceado está enmarcado por una mata de cabello blanco. Tiene la barba corta y los ojos profundos y grises. Es un hombre de facciones duras, bien vestido, con un chaleco oscuro bajo una chaqueta de sport de cachemir, y pantalones claros. En la muñeca lleva un reloj de oro del tamaño de una ostra, un Rolex que jamás podría haberse permitido en los viejos tiempos.

Se lo presento a Harry.

– He oído hablar mucho de usted -dice Harry.

Jonah se limita a sonreír. A estas alturas ya está acostumbrado a que la gente se le acerque, lo palmee en la espalda, y trate de congraciarse con él.

– Es lo que ocurre cuando sale tu número -le dice a Harry-. Todo el mundo supone que tuviste algún mérito.

– Bueno, usted compró el boleto -dice Harry.

– Sí -dice Mary-. Y algunas veces anhelo que no lo hubiera hecho.

– Tener dinero puede ser toda una maldición -comenta Jonah, y es evidente que lo dice en serio.

Jonah ganó el mayor premio de la lotería en la historia del estado: 87 millones de dólares. Compró el boleto cinco años después de que yo le hiciera ganar su pleito, consiguiendo que el ferrocarril le pagara una pensión de incapacidad de 26 000 dólares anuales, más el seguro médico de por vida.

– Cuando vi tu nombre en la guía telefónica, no daba crédito a mis ojos. Le dije a Mary que tenías que ser tú, o un hijo tuyo. ¿Cuántos Paul Madriani puede haber? Y que además sean abogados.

– Es un caso único -dice Harry-. Lo hicieron y rompieron el molde.

– Bueno, ¿qué te trae por aquí? -pregunto.

– Se trata de nuestra hija -dice Jonah-. Me parece que no conoces a Jessica.

– No, creo que no.

– Acudí a la policía, pero ellos me dijeron que no se trataba de ningún delito. ¿Puedes creerlo? Ella ha raptado a mi nieta, y la policía me dice que eso no es ningún delito y que ellos no pueden intervenir.

– ¿Raptado? -pregunto.

– No sé de qué otra forma llamarlo. Desde hace más de tres semanas no hago más que dar vueltas y más vueltas, como una gallina decapitada, acudiendo a la policía, hablando con el abogado cuyos servicios contratamos…

– ¿Hay otro abogado?

– Sí, pero no puede hacer nada. Supuestamente, nadie puede.

– Tranquilo. Cuéntame qué sucedió.

– Mi nieta, Amanda, tiene ocho años. Ha vivido con nosotros, con Mary y conmigo, casi desde el día en que nació.

– ¿Es hija de vuestra hija?

– Jessica la trajo al mundo, si es a eso a lo que te refieres -me dice él-. No es precisamente lo que se dice una buena madre. Jessica ha tenido problemas con la droga. Ha estado varias veces en la cárcel. -Hace una pausa para mirarnos a Harry y a mí-. Lo cierto es que pasó dos años en el correccional femenino de Corona.