Robert Silverberg
El dybbuk de Mazel Tov IV

Mi nieto David pasará por su bar mitzvah la próxima primavera. En nuestra familia, nadie ha pasado por este rito desde hace por lo menos trescientos años; desde luego, no se ha hecho desde que nosotros, los Levin, nos instalamos en el Antiguo Israel, el Israel de la Tierra, poco después del holocausto europeo. No hace mucho tiempo, mi amigo Eliahu me preguntó cómo me sentía con respecto al bar mitzvah de David, si el pensar en ello me enojaba, si lo veía como un elemento perturbador. No, le contesté: el chico es judío, después de todo; que lo haga si lo desea. Estos son tiempos de transición y trastorno, como lo han sido todos los tiempos. A David no lo atan las actitudes de sus antepasados.

—¿Desde cuando no está atado un judío a las actitudes de sus antepasados? —preguntó Eliahu.

—Ya sabes lo que quiero decir —repliqué.

En efecto, lo sabía. Estamos ligados, pero seguimos siendo libres. Si hay algo que nos gobierna desde el pasado es la propia atadura tribal, y no las filosofías de aquellos que ya desaparecieron. Aceptamos aquello que elegimos aceptar; a pesar de todo seguimos siendo judíos.

Yo procedo de una familia a la que ha gustado siempre decir —especialmente a los gentiles— que somos judíos, pero no judaicos. O sea que reconocemos y sentimos cariño por nuestra antigua herencia, pero que no nos importa enredarnos en rituales pasados de moda y en formas folklóricas periclitadas. Eso fue lo que declararon mis propios antepasados, hasta aquellos Levin seculares que, hace tres siglos, lucharon para ganar y conservar la libertad de la tierra de Israel ―me refiero al Antiguo Israel―. Yo diría lo mismo aquí, si hubiera en este mundo algún gentil a quien se le tuvieran que explicar estas cosas. Pero, desde luego, en este Nuevo Israel situado en las estrellas, sólo estamos nosotros, no hay gentiles en una docena de años luz a la redonda, a menos que se cuenten como tales a nuestros vecinos los kunivaru.

¿Se puede llamar propiamente gentiles a criaturas que no son humanas? No estoy seguro de que el término pueda aplicarse en tal sentido. Además, los kunivaru insisten ahora en que son judíos. La cabeza me da vueltas. Es un tema de gran complejidad talmúdica, y Dios sabe bien que no soy talmudista. Hillel, Akiva, Rashi, ¡ayudadme!

En cualquier caso, cuando llegue el quinto día de Sivan, el hijo de mi hijo tendrá su bar mitzvah, y yo representaré el papel de orgulloso abuelo tan piadosamente como hicieron los antiguos judíos durante seis mil años.


Todas las cosas están relacionadas. El que mi nieto vaya a pasar por un bar mitzvah es simplemente el último eslabón de una cadena de acontecimientos que se remontan a… ¿cuándo? ¿Al día en que los kunivaru decidieron abrazar el judaísmo? ¿Al día en que el dybbuk entró en el cuerpo del kunivaru Seúl? ¿Al día en que nosotros, refugiados de la Tierra, descubrimos el fértil planeta que a veces llamamos Nuevo Israel y que otras veces denominamos Mazel Tov IV? ¿Al día en que se produjo el pogrom final en la Tierra? Reb Yossele el Hasid diría que el bar mitzvah de David quedó determinado el día en que el Señor Dios formó a Adán del barro, pero creo que eso sería exagerar un poco las cosas.

El día en que el dybbuk tomó posesión del cuerpo de Seúl, el kunivaru, fue probablemente cuando todo empezó. Hasta entonces, las cosas se habían desarrollado sin demasiadas complicaciones aquí. Los Hasidim tenían su asentamiento, nosotros los israelitas teníamos el nuestro, y los nativos, los kunivaru, disponían del resto del planeta; y en general, todos nos manteníamos apartados del camino de los demás. Pero todo cambió cuando el dybbuk llegó.

Eso sucedió hace más de cuarenta años, en la primera generación después de la Llegada, el noveno día del Tishri, en el año 6302. Yo estaba trabajando en los campos, porque el Tishri es un mes de recolección. Hacía calor y yo trabajaba con rapidez, cantando y tarareando. Mientras me movía por las largas hileras de vainas crepitantes, tirando de las que estaban listas para ser recogidas, un kunivaru apareció en la cresta de la colina desde la que se domina nuestro kibbutz. Parecía sentirse muy angustiado, porque bajó la ladera de la colina tambaleándose y dando traspiés con una extraordinaria torpeza, tropezando con sus cuatro patas, como si apenas supiera manejarlas. Cuando llegó a unos cien metros de donde me encontraba, gritó:

—¡Shimon! ¡Ayúdame, Shimon! ¡En el nombre de Dios, ayúdame!

Observé varias cosas extrañas en este grito y las percibí de modo gradual, siendo la primera la más trivial. Parecia extraño que un kunivaru se dirigiera a mí por mi nombre, pues suelen ser gentes muy formales. Aún parecía más extraño que un kunivaru me hablara en un hebreo bastante decente, porque en aquella época ninguno había aprendido aún nuestra lengua. Pero lo más extraño de todo —y eso fue lo que percibí con mayor lentitud— fue que el kunivaru tuviera la misma voz, profunda y resonante, de mi querido amigo muerto Joseph Avneri.

El kunivaru penetró tambaleándose en la parte cultivada del campo y se detuvo, temblando terriblemente. Su fina piel verde se hallaba empastada en grumos llenos de sudor y sus grandes ojos dorados rodaban y bizqueaban de un modo fantasmagórico. Permaneció allí, asentado sobre sus cuatro patas, desplegándolas bajo las cuatro esquinas de su fornido cuerpo, como las patas de una mesa y apretando sus largos y poderosos brazos alrededor de su pecho. Reconocí al kunivaru como a Seúl, un subjefe del pueblo local, con quien nosotros, los del kibbutz, habíamos mantenido tratos ocasionales.

—¿Qué ayuda puedo ofrecerte? —le pregunté—. ¿Qué te ha ocurrido, Seúl?

—Shimon… Shimon… —un terrible gemido me llegó, procedente del kunivaru—. ¡Oh, Dios! Shimon, ¡no se puede creer! ¿Cómo puedo soportar esto? ¿Cómo puedo siquiera comprenderlo?

No cabia la menor duda. El kunivaru estaba hablando con la voz de Joseph Avneri.

—¿Seúl? —pregunté, con vacilación.

—Mi nombre es Joseph Avneri.

—Joseph Avneri murió hace un año, el último Elul. No me había dado cuenta de que eras un mimo tan excelente, Seúl.

—¿Mimo? ¿Y tú me hablas de mímica, Shimon? No se trata de mímica alguna. Soy tu Joseph, muerto, pero todavía consciente, arrojado por mis pecados en este monstruoso cuerpo extraño. ¿Eres lo bastante judío como para saber lo que es un dybbuk, Shimon?

—Un fantasma errante, sí, que toma posesión del cuerpo de un ser vivo.

—Pues me he convertido en un dybbuk.

—Ya no hay dybbuks. Son fantasmas surgidos del folklore medieval —le dije.

—Pues estás escuchando la voz de uno.

—Eso es imposible —repliqué.

—Estoy de acuerdo, Shimon, estoy de acuerdo —su voz sonaba ahora más tranquila—. Es completamente imposible. Yo tampoco creo en los dybbuks, como no creo en Zeus, ni en el Minotauro, ni en los hombres-lobo o las gorgonas. Pero ¿de qué otro modo puedes explicar mi existencia?

—Tú eres Seúl, el kunivaru, que está representando un truco muy hábil.

—¿De veras lo crees así? Escúchame Shimon: te conocí cuando éramos jóvenes en Tiberias. Te rescaté cuando estábamos pescando en el lago y nuestro bote se dio media vuelta. Estaba contigo el día en que te encontraste con Leah, con la que te casaste. Fui el padrino de tu hijo Yigal. Estudié contigo en la universidad de Jerusalén. Huí contigo en los feroces días del pogrom final. Permanecí contigo, vigilando a bordo del Arca, durante los años de nuestro vuelo fuera de la Tierra. ¿Recuerdas, Shimon? ¿Recuerdas Jerusalén? La Ciudad Vieja, el monte de los Olivos, la tumba de Absalón, el Muro de los Lamentos… ¿Acaso crees que un kunivaru puede conocer el Muro de los Lamentos, Shimon?

—No hay supervivencia de la conciencia después de la muerte —repliqué, con tenacidad.

—Hace un año, habría estado de acuerdo contigo. ¿Quién soy yo, sin embargo, si no soy el espíritu de Joseph Avneri? ¿Cómo puedes explicar mi existencia de otro modo? ¡Dios mío! ¿Crees que yo deseo creer esto, Shimon? Ya sabes lo burlón que yo era… Pero esto es real.

—Quizás estoy experimentando una alucinación muy vívida.

—Entonces llama a los otros. Si diez personas tienen la misma alucinación, ¿seguirá siendo una alucinación? ¡Sé razonable, Shimon! Aquí estoy, ante ti, contándote cosas que sólo yo podría saber, y tú niegas quién soy…

—¿Qué sea razonable? —pregunté—. ¿Y qué tiene que ver la razón con esto? ¿Acaso esperas que crea en fantasmas, Joseph, en demonios errantes, en dybbuks? ¿Acaso soy un campesino supersticioso, recién salido de los bosques polacos? ¿Acaso estamos en los tiempos medievales?

—Me acabas de llamar Joseph —observó, con tranquilidad.

—Difícilmente puedo llamarte Seúl si hablas con esa voz.

—¡Entonces me crees!

—No.

—Mira, Shimon, ¿has conocido alguna vez a un escéptico mayor que Joseph Avneri? La Torá no servía de nada para mí; siempre decía que Moisés era un personaje ficticio. Aré los campos en el Yom Kippur, reí acerca del rostro no existente de Dios. ¿Qué es la vida, decía yo? Y yo mismo me contestaba: un simple accidente, un fenómeno biológico transitorio. Y, sin embargo, aquí estoy. Recuerdo el momento de mi muerte. Durante todo un año, he estado errando por este mundo, sin cuerpo, percibiendo las cosas, incapaz de comunicarme. Y hoy me encuentro atrapado en el cuerpo de esta criatura, y sé que soy un dybbuk. Si yo creo, Shimon, ¿cómo puedes dudarlo tú? En nombre de nuestra amistad, ¡ten fe en lo que te digo!

—¿Te has convertido de veras en un dybbuk?

—Me he convertido en un dybbuk —me contestó.

Me encogí de hombros.

—Muy bien, Joseph. Eres un dybbuk. Es una locura, pero te creo.

Miré entonces con asombro al kunivaru. ¿Le creía? ¿O creía que estaba creyendo? Pero… ¿cómo podía no creer? No había otra forma de explicar el hecho de que la voz de Joseph Avneri procediera de la garganta de un kunivaru. El sudor empezó a recorrerme el cuerpo. Me encontraba frente a frente con lo imposible, y toda mi filosofía se vio conmocionada. Ahora, cualquier cosa sería posible: Dios podría aparecer en una zarza ardiente, el sol podría detenerse en el cielo…

No, me dije. Cree solamente en una cosa irracional a la vez, Shimon. Evidentemente, hay dybbuks; pues muy bien: hay dybbuks. No obstante, todo lo demás, lo que pertenece al mundo invisible, sigue siendo irreal, al menos hasta que se manifieste.

—¿Por qué crees que te ha ocurrido esto precisamente a ti? —le pregunté.

—Sólo puede tratarse de un castigo.

—¿Por qué, Joseph?

—Por mis experimentos. Ya sabías que estaba haciendo investigaciones sobre el metabolismo de los kunivaru, ¿verdad?

—Sí, desde luego, pero…

—¿Sabías que llevé a cabo experimentos quirúrgicos con kunivarus vivos en nuestro hospital? ¿Que utilicé pacientes sin informarles, ni a ellos ni a nadie más, para efectuar estudios prohibidos? Se trató de vivisecciones, Shimon.

—¿De qué?

—Había cosas que necesitaba saber, y sólo existía un medio de poder descubrirlas. La sed de conocimientos me condujo al pecado. Me dije a mí mismo que aquellas criaturas estaban enfermas, que, de todos modos, no tardarían en morir, y que podría beneficiar a todo el mundo el que las abriera mientras seguían viviendo, ¿comprendes? Además… no eran seres humanos, Shimon, sólo eran animales. Animales muy inteligentes, cierto, pero aún así…

—No, Joseph. Puedo creer con mayor facilidad en los dybbuks de lo que puedo creer esto que me dices. ¿Tú, haciendo esas cosas? ¿Mi sereno y racional amigo, un científico, un sabio? —me estremecí y me aparté unos pasos de él—. ¡Auschwitz! —grité—. ¡Büchenwald! ¡Dachau! ¿Significan esos nombres algo para ti? «Ellos no eran seres humanos», dijo el cirujano nazi. «Sólo eran judíos, y era mucha nuestra necesidad de conocimientos científicos»… Eso ocurrió hace sólo trescientos años, Joseph. Y ahora tú, un judío, un judío del pueblo, haces…

—Lo sé, Shimon. Lo sé. Ahórrame esa filípica. Pequé terriblemente, y por mis pecados se me ha dado este cuerpo grotesco, este cuerpo grande, horrible y pesado, estas cuatro patas que apenas si puedo coordinar, esta espina encorvada, este caliente y estúpido pelaje. Sigo sin creer en Dios, Shimon, pero me parece que creo en alguna especie de fuerza compensadora que equilibra las cuentas en este universo, y la cuenta se ha equilibrado en mí…

»¡Oh, sí, Shimon! Hoy he pasado seis horas de terror y aversión, como jamás había soñado que podría llegar a experimentar. Entrar en este cuerpo, freírme en este calor, errar por esas colinas atrapado en tal masa de carne, sentirme bombardeado por las percepciones sensoriales de un ser tan extraño… ha sido un verdadero infierno, te lo aseguro sin la menor exageración. De no haber sido ya cadáver, me habría muerto por la conmoción durante los diez primeros minutos. Sólo ahora, al verte, al hablarte, empiezo a poder controlarme. Ayúdame, Shimon.

—¿Qué quieres que haga?

—Sácame de aquí. Esto es un tormento. Soy un hombre muerto; tengo derecho a descansar del mismo modo que descansan los otros muertos. Libérame, Shimon.

—¿Cómo?

—¿Cómo, dices? ¿Cómo? ¿Acaso crees que lo sé yo? ¿Es que soy un experto en dybbuks? ¿Debo dirigir mi propio exorcismo? Si supieras el esfuerzo que exige simplemente el mantener este cuerpo erecto, el hacer que esta lengua forme las palabras hebreas, el decir cosas de modo que tú puedas comprenderlas…

De pronto, el kunivaru cayó sobre sus rodillas, un proceso lento, complejo y difícil de realizar, que me recordó la forma en que se posaban sobre el suelo los camellos de la Vieja Tierra. La extraña criatura empezó a farfullar, gemir y mover sus brazos de un lado a otro; apareció espuma en sus amplios y elásticos labios.

—¡Por el amor del cielo, Shimon! —gritó Joseph—. ¡Libérame!


Llamé a mi hijo Yigal, que llegó corriendo desde el otro extremo de los campos; es un joven flaco y saludable, de sólo once años de edad, pero dotado ya de piernas largas y un cuerpo fuerte. Sin entrar en detalles, le señalé al sufriente kunivaru y le dije que pidiera ayuda al kibbutz. Pocos minutos después regresó, al frente de siete u ocho hombres —Abrasha, Itzhak, Uri, Nahum y algunos otros―; necesitamos de todas nuestras fuerzas para elevar al kunivaru hasta el vagón de una recolectora y transportarlo al hospital. Dos de los médicos —Moshe Shiloah y algún otro— empezaron a examinar al extraño enfermo, y envié a Yigal al pueblo kunivaru para decirle al jefe que Seúl había sufrido un colapso en nuestros campos.

Los médicos diagnosticaron el problema con rapidez: un caso de postración debido al calor. Estaban discutiendo la clase de inyección que deberían aplicarle al kunivaru cuando Joseph Avneri, rompiendo un silencio que duraba desde que Seúl se cayera, anunció su presencia en el cuerpo del kunivaru. Uri y Nahum habían permanecido en la sala del hospital, conmigo; no deseando que esta locura se convirtiera en materia de conocimiento general en el kibbutz, me los llevé afuera y les pedí que olvidaran los delirios que acababan de escuchar. Cuando regresé, los médicos estaban muy ocupados con sus preparativos y Joseph les explicaba pacientemente que él era un dybbuk que había tomado posesión involuntaria del cuerpo del kunivaru.