Klas Östergren

Caballeros


Caballeros

Estocolmo, otoño de 1978


Probablemente sea una apacible lluvia de primavera lo que se oye caer sobre Estocolmo en este momento, en el Año Internacional del Niño, en el año de las elecciones de 1979. No veo nada de eso y tampoco pienso ir a echar un vistazo. Las cortinas y los visillos están fuertemente cerrados contra las ventanas que dan a la calle Horn y este piso se siente, cuando menos, lúgubre. No he visto la luz desde hace muchos días, y fuera seguramente todo el Estocolmo de los años setenta vibra con la exaltación de la primavera, que a mí me trae por completo sin cuidado.

Este imponente apartamento es como un museo de algún tipo de viejo esplendor, de antiguos ideales, de caballerosidad desaparecida, quizá. La biblioteca es silenciosa y está impregnada de humo, los pasillos del servicio con oscuros aparadores y altos armarios son terroríficos, la cocina está muy sucia, en los dormitorios las camas están sin hacer, en el gran salón hace frío; a ambos lados de la chimenea -donde pasamos tantas horas sentados en las butacas de estilo Chippendale, con nuestros ponches de vino caliente, entreteniéndonos unos a otros con singulares anécdotas- hay una pareja de figuras elaboradas en Fábricas Gustafsberg a finales del siglo pasado. Las piezas son de medio metro de alto y la porcelana parece del mismo mármol que el que imitan. Una representa la Verdad, y adopta la forma de un musculoso hombre sin un solo pelo en todo el cuerpo, con unas exquisitas facciones esculpidas que, sin embargo, no son capaces de esconder algo indefinido, huidizo en la mirada. La otra figura representa, en consecuencia, la Mentira, un bufón apoyado descuidadamente contra una barrica de vino, sosteniendo un instrumento de cuerda y probablemente relatando con vitalista desenfado alguna escabrosa historia de pastores.

No es difícil sacar ciertas conclusiones acerca de los dos hombres que hasta hace muy poco ocupaban este apartamento. Lo abandonaron de forma precipitada, como alertados ante una sirena de bombardeo aéreo. Permanecía todo intacto; por lo demás, toda aquella casa museo estaba llena de aquellos extraños objetos, vestigios de tiempos desaparecidos. Y mis pensamientos se dirigen inevitablemente hacia el pasado.

Repulsivo, eso es lo que parezco. Bajo esta ridícula gorra de tweed, mi cabeza afeitada y maltrecha está recuperando lentamente su aspecto y proporciones de antaño. En la medida en que eso sea posible. Ya he envejecido a una velocidad sorprendente durante este Año Internacional del Niño y de las elecciones suecas de 1979. Me han salido más arrugas y tengo una especie de espasmos, de tics, bajo los ojos. Eso confiere a mi cara cierta dureza, aunque no es un rasgo totalmente desfavorecedor. Con apenas veinticinco años estoy envejeciendo como un Dorian Gray. No creí que fuera posible quemarse y marchitarse tan brutalmente en la oscuridad conservadora y antigua que siempre se ha cernido como una posibilidad aterradora sobre este apartamento. Haciendo acopio de mis últimas fuerzas, en cualquier momento puedo despejar la barricada de la puerta del recibidor -he arrastrado hasta allí un armario enorme de caoba maciza para sentirme seguro- y marcharme de aquí. Pero no lo hago. No hay vuelta atrás. Creo que he perdido la razón con todo este asunto.

Tengo una herida en la cabeza y al enemigo en mi garganta. Todo el mundo tiene un pequeño enemigo, pero yo comparto el mío con mis amigos, y mis amigos han desaparecido. Nunca me indicaron quién era el enemigo y no sé cómo es, ni si es él, ella o ello. Solo puedo adivinarlo. Probablemente esto no va a tratar tanto del retrato de un enemigo, una descripción del mal, como de un retrato de mis amigos, una descripción del bien y sus posibilidades. Será un relato oscuro, porque, me inclino a creer, el bien solo tiene imposibilidades. Tenemos que dejarnos llevar por la desesperación, al menos de vez en cuando. Si uno ha sido expuesto al ultraje y a una seria agresión y casi ha perdido la vida a causa de ello, es al menos disculpable.

Teniendo en cuenta mi condición física -mi cabeza no puede ser expuesta a un exceso de estrés y presiones, según la recomendación de los médicos después del tratamiento- y los tiempos que corren, cada vez más insoportables, debo ponerme manos a la obra de inmediato. Pienso erigir un templo, un monumento a los hermanos Morgan. Es lo menos que puedo hacer por ellos, dondequiera que se encuentren.


Ya era un poco fuerte estar plantado ante un espejo del Club Atlético Europa, en Hornstull, Estocolmo, una tarde de otoño de 1978, silbando desenfadadamente un solo al son de una canción de éxito que sonaba en el ruidoso gramófono de plástico y, al mismo tiempo, haciéndose concienzudamente el difícil nudo de corbata duque de Windsor; pero después, a punto de salir por la puerta, gritar a pleno pulmón «Adiós, chicas» era ya pasarse absolutamente de la raya.

Se hizo el silencio. Solo se rió Juan, y Willis, claro. Juan no era su verdadero nombre, pero tenía una camiseta de baloncesto con un 7 amarillo muy grande y, como era yugoslavo y parecía español, le llamaban Juan. Se reía de casi todo, no porque fuera especialmente adulador sino porque para sus oscuros ojos había mucho de lo que reírse en este país. Willis tenía un sentido del humor afín. Se quedó allí plantado riéndose en su despacho; había sido el jefe del Club Atlético Europa desde que se fundó y conocía a aquel hombre que se había pasado de la raya.

Pero todos los demás en el Europa se tomaron aquello bastante mal. Un forastero los había llamado «chicas» y aquello era un golpe bajo, no comme il faut. Fue especialmente duro para Gringo. En los últimos años había sido el rey sin corona del Europa y había podido reinar relativamente tranquilo y sin ser molestado. Nadie se había atrevido a plantarle cara. Salvo aquella tarde, cuando el forastero le propinó una buena paliza. Habían decidido subir al ring, más que nada para pasar el rato, pensando que la cosa no llegaría a tres asaltos. Gringo, con tranquilidad, fue sacando sus famosos ganchos de derecha que en un tiempo le habían servido para ganar los campeonatos nacionales, a lo que el forastero había respondido con un boxeo poco ortodoxo: lleno de fantasía, variado, como salido de una cuarta dimensión en la que nadie antes había pensado. Hasta que Gringo se vio obligado a abandonar el ring alegando que el contrario tenía un espantoso mal aliento. Había como un aroma de ajo flotando alrededor del forastero, así que Gringo no podía acercarse para atacar con sus conocidos y mortales ganchos de derecha. ¡Gringo se ablandaba por un poco de ajo! La gente se moría de risa.

Solo fue una excusa, todo el mundo lo vio, porque Gringo lo estaba pasando mal ya desde el segundo asalto. Las puntuaciones estaban anotadas, y Gringo estaba sentado en el banco bajo las perchas y, pese a la ducha y a la gran cantidad de agua fría, parecía bastante magullado. Tenía los pómulos rojos e hinchados y se había desvendado los puños con un dolor mal disimulado. No dijo nada, por una vez. Gringo estaba callado, pero se iba a resarcir, todos lo sabían. Gringo maquinaba la revancha.

– ¿Quién coño era ese? -preguntó uno de los jóvenes, un peso pluma que había permanecido pegado a las cuerdas mientras un forastero sin entrenamiento y que parecía haber nacido para boxear estaba apalizando a Gringo.

– Ese -dijo Willis cuando salió del despacho con puertas de cristal y lleno de retratos de boxeadores-, ese era Henry. Uno de mis viejos chicos. Henry Morgan. Uno de mis mejores muchachos de hace unos veinte años. Ha estado mucho tiempo retirado. Es pianista. Pero ha estado fuera.

Los muchachos escucharon admirados, y después se fueron a los sacos de arena para intentar pegar como lo había hecho aquel Morgan, pero no era lo mismo. Ahora tenían algo nuevo de que hablar; aparte de eso, lo único que importaba era el Alí-Spinks. En el Club Atlético Europa todos hablaban del combate. La vuelta entre Alí y Spinks.


Naturalmente, no pude evitar quedarme con el nombre de Henry Morgan en la mente: era uno de esos nombres especiales que la memoria tiene cierta disposición a retener, y la cuestión es si no me llegaría también al corazón ya la primera tarde. De hecho, tampoco creo que fuera el único.

Unos días más tarde estaba de nuevo en el Europa -me aburría bastante por las tardes y no soportaba quedarme sentado en mi piso vacío- para matar el tiempo y desfogar mi depresión golpeando un saco.

El hombre llamado Henry Morgan llegó casi al mismo tiempo que yo y saludó a Willis y a «las chicas», y en la mirada que intercambió con el jefe había mucho de esa relación paternofilial que Willis tenía solo con unos pocos muchachos escogidos en los que verdaderamente creía, invertía y por los que sería capaz de hacer cualquier cosa.

Al parecer, el tal Henry Morgan había estado por ahí un montón de años -simplemente había estado fuera, como decía Willis- porque los boxeadores van y vienen, y hacía mucho tiempo que Willis había comprendido que ese tipo iría y vendría a su antojo.

Empecé a saltar a la cuerda, y por desgracia es justo la cuerda lo que domino mejor de todo el programa. Henry Morgan también estaba saltando a la cuerda, y poco a poco nos enzarzamos en una especie de duelo de saltos dobles y con cruce de brazos a un ritmo realmente furioso.

Ya era tarde, y en menos de una hora solo quedábamos los dos, y Willis, claro. Estaba sentado en su despacho, detrás de las puertas acristaladas, intentando conseguir un par de muchachos para el próximo combate.

– Pareces un poco deprimido, chaval -me dijo el tal Morgan.

– Es que estoy bastante deprimido -contesté yo.

– Por lo visto no son solo los gobiernos los que se deprimen a estas alturas del año.

– En realidad, yo no tengo nada contra esta época del año -contesté.

El tipo llamado Henry Morgan se subió a la báscula para ver cuánto pesaba, murmurando algo sobre pesos ligeros. Tras ponerse un par de pantalones marrones, una camisa de rayas finas, un jersey rojo burdeos y una americana de paño de pata de gallo, fue hasta el espejo para hacerse el nudo de la corbata, aquel absurdo nudo duque de Windsor. Se peinó cuidadosamente y se miró al espejo durante un buen rato. Su imagen era la del perfecto caballero, un misterioso anacronismo: pelo corto y con raya, una barbilla poderosa, hombros rectos y un cuerpo que parecía macizo y flexible a la vez. Intenté calcular su edad, pero era difícil. Era un adulto con aspecto de joven. Me recordaba un poco al gentleman Jim Corbett, cuya fotografía estaba pegada en la puerta acristalada del despacho de Willis. O a Gene Tunney.

Después de admirar su propia imagen, empezó a observarme mientras yo permanecía sentado en el banco, jadeando. Estaba claro que había visto algo extraño porque, levantando las cejas, dijo:

– ¡Joder, mira que no darme cuenta antes!

Y se quedó callado, pero continuó escrutándome.

– ¿De qué? -pregunté.

– Eres clavado a mi hermano Leo. Podrías serme de ayuda.

– ¿Leo Morgan es tu hermano? ¿El poeta?

Henry Morgan asintió en silencio.

– Creía que era un seudónimo.

– ¿Quieres un papel en una película? -preguntó de pronto.

– Si pagan…

– Esto va en serio. ¿Quieres un papel en una película?

– ¿De qué trata?

– Vístete, vamos a tomarnos una cerveza y te lo explico. ¡Joder, mira que no darme cuenta desde el principio!

Me puse la ropa mientras Henry Morgan volvía a admirarse en el espejo.

– Vas a tener que aguantarme otra ronda -dijo.

– Eso me temo.

El tipo llamado Henry Morgan se echó a reír y me tendió la mano.

– Mi nombre es Henry Morgan.

– Klas Östergren -dije-. Encantado.

– No estés tan seguro -dijo echándose a reír de nuevo.

El Club Atlético Europa estaba en la calle Långholm, en Hornstull, frente al café Tjoget, pero nos fuimos porque allí se emborrachaba uno muy fácilmente y los dos estábamos de acuerdo en tomárnoslo con calma. Era un jueves lluvioso, como tantos otros, de septiembre de 1978, y no había ningún motivo en el calendario para estar por ahí. Llegamos a Gamla Stan y entramos en el Zum Franziskaner, pedimos una Guinness cada uno y nos sentamos en un sofá con las piernas doloridas.

Henry me ofreció un Pall Mall que sacó de un estuche de plata muy elegante, y lo encendió con un viejo encendedor Ronson, abollado y rallado, tras lo cual se puso a limpiarse las uñas con una pequeña navaja que guardaba en una funda de piel de color rojo burdeos en un bolsillo de la americana. Hacía tiempo que no había visto tal batería de artilugios y estaba bastante asombrado.

Pero el cigarrillo era fuerte, y me dediqué a mirar hacia Skeppsbron, donde la lluvia caía despacio y dejaba las calles resbaladizas, brillantes, sombrías y nostálgicas. Le dije a Henry Morgan que me sentía deprimido y triste y que tenía todos los motivos para sentirme así. Me habían robado casi todo lo que poseía.


Que te hayan robado casi todo lo que poseías constituye una situación existencial muy especial, y seguramente un gran moralista como William Faulkner podría decirle a la persona robada que gana lo que pierde el ladrón: la víctima procede a sumergirse dichoso en la misericordia total de su propia rectitud y complacencia, a la víctima se le perdonan de golpe todos sus pecados y la clemencia aparece como una cláusula no escrita en una póliza de seguros con validez divina inmediata.

El caso es que me sentía muy amargado pero totalmente íntegro ese jueves lluvioso de principios de septiembre. Quizá deba retroceder en el tiempo; no digo volver hasta el principio porque no creo que ninguna historia tenga un principio y un final, tan solo son cuentos que empiezan y acaban en un cierto punto, y esto no es en absoluto ningún cuento, aunque lo parezca.

Ya en el precioso y seductor mes de mayo -a principios «del más primoroso de los tiempos», como decía el poeta Leo Morgan- me encontraba sin blanca. En el banco me daban largas y no me quedaba nada que vender. Así pues, preveía atemorizado todo un verano sin dinero, lo cual significaba trabajar. Aunque pudiera parecerlo, no era el trabajo en sí lo que me asustaba. Lo que realmente me aterraba era pasar un verano sin blanca.

Un tanto desesperado, intenté vender unos relatos a un par de periódicos y revistas, pero los redactores estaban atiborrados de colaboraciones, rechazaron educadamente mis escritos y, en el fondo, no me sorprendió en absoluto. Eran mercancía burda.

Después, bastante más desesperado, intenté ofrecer mis servicios a la prensa diaria. Primero hurgué un poco en algunas polémicas por aquí y por allá, y luego me metí de lleno en debates sobre temas a los que nunca había dedicado un pensamiento y de los que no tenía ni idea. Esto era en la primavera del setenta y ocho, justo diez años después de la legendaria primavera revolucionaria. Es decir, era el momento oportuno para la celebración de aniversario cantada por un coro compuesto por talludos y ya algo canosos rebeldes, aunque sonara bastante desafinado. Una parte quería revitalizar la Revolución, que había perdido por completo su rumbo, y convertirla en una guardería para alevines académicos. Otros la veían como una época dorada de ambiente político-festivo. En resumidas cuentas, nuestra propia época se había convertido en un período en que convivían gente que despertaba y gente que dormía, dependiendo de la situación en la que cada cual hubiera estado en la década anterior.