Robert Silverberg
Con César en las catacumbas

El recién llegado embajador del emperador oriental era bastante más joven de lo que Fausto se había imaginado. Se trataba de un individuo más bien menudo, de complexión elegante, bastante apuesto y de maneras casi afeminadas. Pero resultaba obvio que era muy competente y perspicaz, alguien que resistiría un examen más minucioso. Había algo un tanto inquietante en él, aunque no a primera vista. El embajador poseía la impenetrabilidad de una magnífica coraza. Su aire de sofisticación y fastidiosa languidez, emparejado con una fuerza latente, hacía que Fausto, hombre alto y de rostro rubicundo, cintura ancha y no muy abundante cabellera, se sintiera, a su lado, decididamente plebeyo y ordinario, a pesar de su propio abolengo noble y destacado.

Aquella mañana, Fausto, cuya tarea en calidad de funcionario de la cancillería consistía en dar la bienvenida a los visitantes importantes que recibía la capital, partió hacia Ostia para encontrarse con el embajador en el muelle imperial (el enviado griego, que había llegado a Sicilia, había navegado luego hacia el norte costeando desde Neápolis, en el sur), y le escoltó hasta su alojamiento en el antiguo Palacio Severino, donde se hospedaban los embajadores que procedían de la mitad oriental del Imperio y que muy esporádicamente llegaban de visita. Ahora había llegado el momento de tener un primer contacto. Los dos estaban cara a cara, sentados frente a una mesa de ónix en el Segundo Salón de Columnas, el cual había sido transformado, varios reinados atrás, en una sala de dimensiones un tanto desproporcionadas. En ese punto se requería cierta dosis de chachara social. Fausto pidió un poco de vino, uno de los selectos y elegantes caldos procedentes de la Galia Transalpina.

Después de que los dos lo paladearan unos instantes, Fausto, tratando de abordar la parte más peliaguda del encuentro de forma franca y directa, apuntó:

—Desafortunadamente, el príncipe Heraclio ha sido requerido sin previo aviso en la frontera norte. Así pues, se ha cancelado la cena de esta noche, lo que le supondrá una velada a su libre disposición; tendrá así la oportunidad de descansar tras su largo viaje. Confío en que esto no le contraríe de ninguna forma.

—Ah… —empezó el griego mientras sus labios se fruncían un instante. Resultaba obvio que se sentía un poco perplejo ante el hecho de que le hubieran dejado solo de ese modo durante su primera noche en Roma. Observó la manicura perfecta de sus dedos y, al levantar la vista, sus ojos oscuros mostraron un leve destello de inquietud—. Así pues…, ¿tampoco podrá recibirme el emperador?

—El emperador se encuentra muy mal de salud. No le resultará posible verle esta noche y quizá tampoco durante varios días. El príncipe Heraclio ha asumido muchas de sus responsabilidades. Sin embargo, durante la inesperada e inevitable ausencia del príncipe, el anfitrión y compañero de su excelencia en estos primeros días será su hermano menor, Maximiliano. Estoy convencido de que lo encontrará divertido y realmente encantador, mi señor Menandros.

—Al contrario que su hermano, deduzco —anotó el embajador griego con frialdad.

Deducción demasiado cierta, pensó Fausto, pero demasiado directa. Fausto se preguntó las razones de tal descortesía. Después de todo, Menandros había ido allí para negociar un matrimonio entre la hermana de su soberano y el príncipe de quien acababa de hablar con tanta ligereza. Cuando un diplomático tan brillante como aquel griego tan sutil dice algo tan brutalmente poco diplomático, suele haber una razón de peso detrás. Quizá, pensó Fausto, Menandros estaba simplemente mostrando su irritación por el hecho de que el príncipe Heraclio, sin tacto alguno, se las hubiera arreglado para no darle la bienvenida en persona a su llegada a Roma.

No obstante, Fausto no iba a dejarse llevar y aventurarse en el terreno de las especulaciones. Se permitió una sonrisa sesgada, del tipo vago e indirecto que había aprendido de su amigo, el cesar Maximiliano.

—Los dos hermanos poseen personalidades bastante diferentes, en efecto. ¿Tomará un poco más de vino, excelencia?

Eso provocó un nuevo cambio de tono.

—Ah, nada de formalidades, te lo ruego. Seamos amigos. —Y entonces, inclinándose hacia adelante con un gesto de confianza y cambiando el discurso formal por otro más íntimo, dijo—: Llámame Menandros; yo te llamaré Fausto, ¿de acuerdo, amigo mío?Y sí, más vino, por supuesto. ¡Qué excelente caldo! No tenemos nada que pueda comparársele en Constantinopla. ¿De qué vino se trata, por cierto?

Fausto lanzó una mirada a uno de los sirvientes, que rápidamente volvió a llenar los cuencos.

—Es un vino de la Galia —respondió—. Se me ha olvidado el nombre.

Un fugaz destello de inequívoco disgusto atravesó el rostro del griego. Lo disimuló con rapidez, pero no la suficiente. Haber sido pillado elogiando un vino de provincias en tales términos debió de avergonzarlo. Sin embargo, ésa no había sido la intención de Fausto. No había nada que ganar haciendo que un personaje tan poderoso, y potencialmente valioso, como el señor embajador oriental ante la corte de Occidente se sintiera incómodo.

La cosa se estaba poniendo cada vez peor. Fausto se apresuró a tratar de suavizar lo violento de la situación.

—El centro de nuestra producción se halla ahora en la Galia. Las bodegas del emperador apenas contienen algunos vinos italianos, me cuentan. ¡Muy pocos! Estos tintos galos son de lejos los preferidos de su majestad imperial, os lo aseguro.

—Tengo que adquirir pues algunos de ellos durante mi estancia aquí, para las bodegas de su majestad Justiniano —dijo Menandros.

Bebieron en silencio durante un momento. Fausto se sintió como haciendo equilibrios sobre el filo de una espada.

—Creo que ésta es tu primera visita a la ciudad de Roma, ¿no es así? —preguntó Fausto, cuando el silencio empezaba a prolongarse. También él empleó el tratamiento familiar, ahora que Menandros había empezado a hacerlo.

—Mi primera visita, sí. La mayor parte de mi carrera se ha desarrollado en AEgyptus y Siria.

Fausto se preguntó cuan larga podría ser aquella carrera. Menandros no parecía tener más de veinticinco años, treinta a lo sumo. Por supuesto, todos esos griegos de ojos oscuros y fina tez, con el lustre de los aceites y los ungüentos propios de sus costumbres orientales, tendían a parecer más jóvenes de lo que eran en realidad. Y ahora que Fausto había rebasado la cincuentena, establecer de manera precisa distinciones de edad le resultaba cada vez más difícil. Todos los que le rodeaban en la corte le parecían terriblemente jóvenes, no eran más que una pandilla de muchachos. De aquellos que habían gobernado el Imperio cuando Fausto era joven, no quedaba nadie, a excepción del emperador, agotado, solitario y viejo. De la generación de cortesanos de la época de Fausto, algunos habían muerto y los demás se habían marchado a un cómodo retiro bien lejos de allí. Fausto era una docena de años mayor que su propio ministro superior en la cancillería. Su amigo más íntimo allí era ahora Maximiliano César, que tenía menos de la mitad de su edad. Desde el principio, Fausto se había visto a sí mismo como una reliquia de alguna era pretérita, porque eso es lo que era, habida cuenta de que pertenecía a una familia que había ocupado el trono tres dinastías atrás. Sin embargo, todo ello había adquirido para él un nuevo y severo matiz en los últimos días; ahora que había sobrevivido no sólo a la grandeza de su familia sino a sus propios contemporáneos.

Era un poco desconcertante que Justiniano hubiera enviado a un embajador tan joven y aparentemente inexperto para tan delicada misión. Pero Fausto sospechaba que sería un error subestimar a aquel hombre. Por lo menos, el que Menandros no conociera la capital le proporcionaba una conveniente oportunidad para atenuar cualquier dificultad que la intempestiva ausencia del príncipe Heraclio pudiera originar en los próximos días.

Fausto dio unas teatrales palmadas.

—¡Cómo te envidio, amigo Menandros! ¡Contemplar la ciudad de Roma en todo su esplendor por primera vez! ¡Qué inolvidable experiencia será para ti! Los que hemos nacido aquí, los que consideramos todo esto normal no sabemos apreciar las cosas en su justo valor, como lo harás tú. La grandeza. La magnificencia.

«Sí, eso es —pensaba Fausto—. Dejemos que Maximiliano le lleve a recorrer la ciudad de punta a punta hasta que regrese Heraclio. Le deslumhraremos con nuestras maravillas y, después de un tiempo, se olvidará de cuan descortésmente le ha tratado Heraclio».

—Mientras aguardas el regreso del cesar, te organizaremos los mejores y más completos itinerarios. Los baños… el Foro… el Congreso… los palacios… los maravillosos jardines…

—Las grutas de Tito Galio —apuntó Menandros inesperadamente—. Los templos y sepulcros subterráneos. El mercado de los hechiceros. Las catacumbas de las sagradas rameras caldeas. La pila de los baptai.[1] El laberinto de las ménades. Las grutas de las brujas.

—Ah, ¿de manera que también conoces todos esos lugares?

—¿Quién no ha oído hablar del mundo subterráneo de la urbe de Roma? Se habla de ello en todo el Imperio.

Y en un instante, aquella brillante apariencia acorazada pareció desvanecerse, así como todo su inquietante aplomo. En los ojos de Menandros podía apreciarse ahora algo bastante diferente, una avidez completamente fuera de toda previsión, un abierto entusiasmo propio de un muchacho.Y también cierta picardía, una insinuación de apetitos bajos y ordinarios que contradecían su pátina urbana. Con tono suave y confidencial, añadió:

—¿Puedo confesarte algo, Fausto? La magnificencia me aburre. Tengo cierta inclinación por la vida mundana. Todos esos chismes por los que Roma es tan famosa, las oscuras y sórdidas entrañas de la ciudad, las rameras y los magos, las orgías y los espectáculos insólitos, los mercados de ladrones, los santuarios misteriosos de vuestros extraños cultos… ¿Te escandalizo, Fausto? ¿Estoy siendo muy poco diplomático al admitir esto? No necesito una gira por los templos, pero mientras disponemos de algunos días antes de ponernos a trabajar en asuntos serios, lo que quiero ver es la otra cara de Roma, su lado secreto y oscuro. Nosotros tenemos ya suficientes templos y palacios en Constantinopla, y baños y todas esas cosas. Millas y millas de glorioso mármol brillante hasta caer de rodillas pidiendo clemencia. Sin embargo, los verdaderos misterios subterráneos, las cosas mundanas, sucias, malolientes que se esconden bajo la superficie, ah…, no, y, Fausto, ésas son las que de verdad me interesan. Nosotros, en Constantinopla, las hemos erradicado todas. Allí se las considera cosas peligrosas y decadentes.

—Sí, aquí también —dijo Fausto tranquilo.

—¡Sí, pero vosotros las consentís! ¡Incluso os deleitáis con ellas! O así se me ha dicho, de fuentes muy bien acreditadas. Te acabo de decir que anteriormente he estado destinado en AEgyptus y Siria. En el antiguo Oriente, que tiene miles de siglos más de antigüedad que Roma o Constantinopla. Como sabes, la mayoría de los cultos extraños se originaron allí y allí fue donde se despertó mi interés por ellos. Y las cosas que he visto, he oído y he hecho en lugares como Damasco, Alejandría y Antioquia…, sin embargo actualmente, la ciudad de Roma es el centro de todos estos temas, ¡la capital de las maravillas! Y te confieso, Fausto, que lo que de verdad me muero de ganas por experimentar es…

Se detuvo a mitad de la frase, algo aturdido y con la tez un poco sonrojada.

—Este vino —dijo, sacudiendo ligeramente la cabeza—. Creo que lo he bebido muy aprisa. Debe de ser más fuerte de lo que creía.

Fausto se acercó a él y apoyó suavemente la mano sobre la muñeca del joven.

—No temas, amigo mío. Estas revelaciones tuyas no me escandalizan lo más mínimo. No soy ajeno a este mundo oculto, ni tampoco lo es el príncipe Maximiliano. Y mientras esperamos el regreso del príncipe Heraclio, él y yo te mostraremos todo lo que desees.

Fausto se levantó, dando un par de pasos hacia atrás para que no pareciera que estaba apabullando físicamente al recostado embajador. Después de empezar con mal pie, había recuperado alguna ventaja y no quiso explotarla demasiado.

—Te dejaré ahora. Has hecho un largo viaje y querrás descansar. Te enviaré a tus sirvientes y, además de los que te han acompañado desde Constantinopla, estos hombres y mujeres —y Fausto señaló los esclavos que permanecían en formación en las sombras alrededor de la sala— quedan a tus órdenes día y noche. Son tuyos. Pídeles cualquier cosa. Lo que sea, mi señor Menandros.


Su palanquín y sus porteadores le esperaban en el exterior.

—Llevadme a los aposentos del cesar —dijo resueltamente Fausto, y se encaramó en el palanquín con dificultad.

Ellos sabían a qué cesar se refería. En Roma, este nombre podía aplicarse a numerosas personas de alto abolengo, desde el emperador para abajo (el propio Fausto tenía cierto derecho a usarlo), pero como regla, en esa época era una denominación empleada únicamente para referirse a los dos hijos del emperador Maximiliano II. Y en caso de que los porteadores no estuvieran al corriente de que el hijo mayor se hallaba fuera de la ciudad, eran lo suficientemente inteligentes como para comprender que su amo, con toda probabilidad, no les iba a pedir ser conducido a las estancias del austero y aburrido príncipe Heraclio. No, no. Se trataba del hermano menor, el disoluto Maximiliano César, cuyos aposentos eran, con seguridad, el destino indicado: el príncipe Maximiliano, el camarada, el aliado, el amigo y compañero más querido y especial y, a efectos prácticos en esos momentos, el único amigo y compañero verdadero de aquel ajado y siempre solitario funcionario de segunda de la corte imperial, Fausto Flavio Constantino César.

Maximiliano vivía más allá del otro extremo del Palatino, en un bonito palacio de mármol rosado de tamaño relativamente modesto que había sido ocupado por los hijos menores del emperador durante la última media docena de reinados más o menos. El príncipe, un hombre de ojos azules, cabello rojizo y largas extremidades, tenía la misma altura que Fausto, pero sin embargo era delgado y larguirucho mientras que Fausto era corpulento y pesado. Se despegó del diván en cuanto entró el funcionario, le saludó con un afectuoso abrazo y le ofreció una gran copa de vino blanco helado. El hecho de que Fausto hubiera estado bebiendo vino tinto durante la pasada hora y media ahora no hace al caso. Maximiliano, en su potestad como príncipe de sangre real, tenía acceso a las mejores cubas de las bodegas imperiales, y los caldos que el príncipe degustaba con mayor placer eran los excepcionales vinos blancos de los montes Albanos. Cuanto más añejos, dulces y fríos, mejor. Cuando Fausto estaba con él, bebía los vinos blancos de los montes Albanos.