James Patterson

Virgen

Titulo original inglés, Virgin

Traducción, Manuel Vázquez


TESTIMONIO DE AGRADECIMIENTO

Quisiera agradecer a las siguientes personas su inestimable ayuda para hacer más auténtico e interesante este libro con antecedentes históricos y escenarios universales:

Lea Guyer Cordón -Nueva York.

Padre Norris Clark, padre Augustin Grady – Fordham University.

Mrs. Joan Ennis -Irish Tourist Board.

Doctores Marjorie Pollack y Robert Alden -Federal Center for Disease Control, Atlanta, Georgia.

Doctores Donald Gray, John Wilcox -Manhattan College.

Mrs. Ann Natanson -Time-Life News Service, Roma.

Padre Kenneth Jadoss -Archidiócesis Católica de Nueva York.

Doctora Jean Packtor -New York City Department of Health.

James Mahoney -St. Joseph's Seminary.

Mrs. Constance Siringe.

Mrs. Puspha Cupta -Consulado General de India.

Padre John Lynch -St. Mary's-by-the-Sea (traductor par excellence).

Y sobre todo, Jane.


PROLOGO

Cuéntame la antigua, antiquísima historia

de cosas jamás vistas allá arriba…

HIMNO DE

KATHERINE HANKEY


LOS PASTORCILLOS MILAGROSOS

Región montañosa de Portugal,

13 de octubre de 1917


Ciento diez mil testigos acudieron de toda Europa. Se arracimaron bajo el aguacero, fustigante y blanquecino para esperar a los tres niños.

Poco antes del alba el torrente había inundado despiadadamente el pasturaje de ovejas. Miles y millares de paraguas amparaban a la multitud contra una lluvia heladora, paralizante. Los olores de carne manida y cordero a medio asar, petróleo y cebollas saturaban el aire.

A la una y cinco de la tarde aparecieron los niños, temblorosos, con ojos desorbitados; llegaron envueltos en una nutrida procesión de hieráticos sacerdotes y monjas. Luego se acercaron más clérigos con sotanas empapadas, enarbolando antorchas de un chisporroteo rojizo y cruces doradas.

Todo cuanto aconteció durante los doce minutos siguientes sólo puede ser calificado como milagroso.

Súbitamente, los niños Francisco, Jacinta y Lucía señalaron hacia los cielos sombríos y amenazadores.

Lucía dos Santos, de diez años, clamó casi como una criatura poseída:

– ¡Cerrad los paraguas! ¡Cerrad los paraguas y Ella detendrá la lluvia!

Esa imprecación de la pequeña campesina circuló por la búlleme muchedumbre.

– Por favor, señora, su paraguas…

– Senhor, su paraguas, haga el favor…

Y en ese instante, a las 13:18 h. del 13 de octubre de 1917, los negros nubarrones que habían encapotado el cielo desde el amanecer empezaron a hacerse jirones y disgregarse.

El expectante gentío, cristianos y escépticos por igual, miraron todos hacia arriba boquiabiertos, con las pupilas dilatadas.

Un brillo de oro bruñido iluminó los flecos de las nubes, y entonces el sol apareció entre centelleos cegadores.

– ¿Y la lluvia…? ¡Ha salido el sol!

– ¡Nuestra Señora está aquí!

Se arrodillaron por millares en el encharcado suelo.

Aquel extraño sol del comienzo de la tarde empezó a temblar y oscilar; luego giró sobre su eje con terrorífica velocidad. El dramatismo del momento fue inigualable.

El sol proyectó rayos violáceos y de un rojo deslumbrante. Una luz matizada pero brillante cayó sobre la pasmada multitud.

El corresponsal del New York Times escribió:

Ante las mentes y los ojos atónitos de aquellas gentes confusas y horrorizadas -cuya actitud se remontaba a los tiempos bíblicos, gentes empalidecidas por el terror, con cabezas descubiertas que osaban apenas mirar al cielo-, el sol tembló violentamente. El sol hizo movimientos «laterales» y «zambullidas» abruptas, algo jamás visto, al margen de toda posible ley cósmica. En fin, el sol bailó una danza macabra a través de los cielos.

– Dedicad una oración a Nuestra Señora, por favor -suplicó la pequeña Lucía dos Santos -. ¡Ella dice que la guerra terminará pronto! ¡Ella dice que esta vez se detendrá al diablo como una señal propicia!

– ¡Nossa Senhora! ¡Nossa Senhora!

Las plegarias resonaron por toda la amarillenta ladera.

– ¡Milagro!

– /Santa María! ¡Rogai por nos pecadores!

Una horda de hombres y mujeres rodeó espontáneamente a los tres niños, empezaron a golpearse el pecho y se desgañitaron. Una joven de la buena sociedad lisboeta cayó de hinojos y lloró como un bebé:

– ¡Mai de Jesús, la estoy viendo…! ¡Qué hermosa es…! ¡La Madre de Cristo ha regresado a la tierra, aquí en Fátima! ¡Nuestra Señora está hablando a los niños!


LIBRO PRIMERO

¿Has creído alguna vez? ¿Acaso

recuerdas ese sentimiento?

¿Qué es en lo que crees ahora?

¿En ti mismo?

¿En nada de nada?

¿Cuál es verdaderamente tu creencia

en este justo momento?

FRAGMENTO DE The Signs of the Virgin



UNO

EDUARDO ROSETTI

Roma, 30 de julio de 1987


Eduardo Rosetti tenía esa apariencia llamativa que suele acarrear dificultades y azoramiento a un sacerdote. Su constitución física era la de un obrero y dejaba entrever muchos años de dura labor al aire libre. Su sonrisa era cálida, conciliadora, franca.

Mientras caminaba, el padre Rosetti se sorprendió a sí mismo contemplando con mirada extática las entrañables cúpulas doradas y relucientes, las cruces de mil kilos y los capiteles de la Basílica de San Pedro.

¡Cuánto adoraba él el Vaticano y Roma! Porque aquello entrañaba una historia increíble, un ceremonial grandioso y una tradición sumamente inspiradora.

En cierto modo, Rosetti era como la imponente arquitectura pétrea de su alrededor; recio, suficientemente seguro para resistir los embates de las edades… y en particular de esta inquietante edad. A decir verdad, el joven sacerdote era una de las figuras más relevantes del Vaticano. Tal vez aquel día el padre Rosetti fuera la única importante.

Su paso vivo hacia la Basílica se aceleró perceptiblemente. Sus rígidos zapatos negros crujieron y golpearon contra los desiguales adoquines de la acera. Hubo un apresuramiento inconfundible de sus latidos, un brillo singular en sus ojos oscuros. El padre Rosetti empezó a orar con voz tronante mientras caminaba por la avenida del Vaticano. Se dijo que jamás había sentido tanto terror en su vida.

Cuando atravesaba la majestuosa piazza de Bernini -la multitudinaria e inmensa plaza de San Pedro-el joven sacerdote creyó estar oyendo todavía las recientes palabras de Su Santidad el Papa Pío XIII, dominando el estrépito de las calles romanas.

– Padre Rosetti…, Eduardo -le había dicho Pío-. Tú eres el investigador jefe para la Congregación de los Ritos. Tú eres el investigador de milagros y presuntos milagros en el mundo entero… Padre, quiero que investigues un milagro para mi propia tranquilidad. Una investigación privada. Una investigación papal.

El padre Rosetti apresuró el paso ante los cuatro suntuosos candelabros construidos al pie del obelisco egipcio que constituyera otrora el centro del circo neroniano.

– Padre, hace setenta años nuestra Bendita Señora dejó un mensaje controvertible en Fátima, Portugal. Ese gran secreto de Fátima no ha sido revelado al mundo hasta el presente día.

"Padre Rosetti, las circunstancias exigen ahora que yo revele el singular mensaje transmitido por Nuestra Señora en Fátima…

»¡Debo confiarte el secreto, bendito investigador!

El padre Rosetti se sorprendió al verse ya ante la Puerta de Santa Ana. Se dispuso a abandonar el Estado denominado Ciudad del Vaticano.

Cuando se volvía para descender por la desmoronadiza Via di Porta Angélico, el sacerdote sintió un mareo repentino. Algo similar al vértigo, acompañado por unos pinchazos dolorosos alrededor del corazón. «¡Ah, Dios mío!», bisbiseó de forma audible.

Mientras intentaba aferrarse a una farola, el padre Rosetti sintió unos latigazos abrasadores. Pensó en una enfermedad súbita. Luego llegó una puñalada desgarradora profundizando dentro de su ancho torso.

Misericordia, Señor. Os lo ruego…

Su sombrero romano negro cayó y rodó por el bordillo adoquinado. Acto seguido, el padre Rosetti se desplomó y quedó hecho un ovillo sobre la acera. Un autobús turístico de Foyer Unitas, una hermana de la Caridad haciendo compras con su «Vespa» y varios clérigos del Vaticano se desentendieron de sus quehaceres y andanzas recreativas.

– ¡Un sacerdote enfermo! -gritó alguien en italiano.

Rosetti jadeó de forma estertórea. Un dolor atroz le penetró por el brazo izquierdo llegando hasta la pierna cual una larga aguja. Notó con desespero una disnea creciente, una dramática reducción del aliento. Sus labios tomaron el color de las ciruelas.

El jesuíta de treinta y seis años tuvo aún fuerzas suficientes para comprender que debía de estar sufriendo un ataque cardíaco o apopléjico. Pero… ¿cómo? El había disfrutado de una salud excelente pocos días antes. ¡Pocas horas antes…! ¡Había dado un paseo estimulante aquella misma mañana por la orilla del Tíber!

Al levantar la vista, impotente, vio unos rostros borrosos. Gente desconocida. Colores desvaídos, fluctuantes. Se retorció sobre los fríos adoquines. Otra punzada de piolet le horadó el pecho dejándole sin respiración. Ayudadme, por favor. Sus palabras no fueron audibles.

Una vez más creyó oír al Papa Pío XIII: Debo confiarte el secreto…

Al cabo de unos momentos una revelación, increíble, en el Palacio Apostólico con su dorada cúpula, en la propia residencia pontificia.

La misión sagrada de Rosetti.

Padre Rosetti, nuestra Señora de Fátima ha prometido al mundo un niño divino en nuestra Era.

Está a la vista el Día del Juicio Final.

¡Tú, el investigador mío, debes encontrar a la verdadera Virgen! ¡La Iglesia necesita dar con la madre del niño divino!

Ante los ojos del padre Rosetti todo se tornó repentinamente de un deslumbrante rojo encendido. Y luego, al remitir, de un blanco cegador. Por último, una rueda luminosa se adentró girando vertiginosamente en una abertura de infinita negrura…


DOS

ANNE FEENEY

Holts Corners, New Hampshire,

18 de setiembre de 1987


Vestida con un jersey negro de lana y cuello alto, pantalones téjanos desteñidos en algunas partes hasta parecer de un blanco marfileño y con el pelo sujeto descuidadamente como una cola de caballo, la hermana Anne Feeney preparaba afanosa dos tortillas de diez huevos, innumerables lonchas de tocino crujiente, buñuelos con miel de confección casera, dos veces mayores que los de las tiendas y un café denso, delicioso.

A Anne le gustaba hacer el desayuno en Hope Cottage. Ella se sentía sumamente cómoda y relajada en aquella cocina provisional, rodeada de arboleda; sobre todo cuando se encontraba allí sola y las montañas empezaban a despertar.

Mientras distribuía generosas raciones de peras en dulce, la hermana Anne escuchó los apetitosos ruidos de huevos burbujeantes, grasa de tocino y reanimador café, y el persistente bordoneo de un vacío de catorce años llegando por el pasillo desde la sala de estar, una enloquecida delincuente juvenil de Boston musitando sobre su año pasado como enloquecida y balbuceante delincuente juvenil en Baton Rouge, Luisiana, un sonsonete (horrible parodia del canto lírico para el reclutamiento en el Marine Corps) entonado por tres muchachas del Hope Cottage:

¿Quién es esa hermana que nos hace polvo el culo?

¡La hermana Anne, mala de verdad!

¡Atención…, un, dos!

¡Atención…, tres, cuatro!

Anne Feeney se encontró dispuesta a esbozar la primera sonrisa del día. O algo parecido. Media sonrisa en cualquier caso.

¡A qué nido de locos he venido! Anne meneó la cabeza. ¡Pero qué agradable es la mayor parte del tiempo!

Exactamente siete meses antes, la hermana Anne Feeney había llegado a la Escuela de St. Anthony para Niñas sin Hogar (San Toni en las montañas). Se había trasladado allí directamente desde un importante empleo en las oficinas de la archidiócesis bostoniana. Antes de eso, la hermana Anne no había proferido jamás una maldición, había disfrutado con la lectura de libros corrientes y molientes, y de novelas más serias, había tenido un concepto más o menos claro del Universo.

Sin embargo, apenas transcurridas seis semanas, las diecinueve chicas de Hope Cottage habían alterado su terminología, su estilo de vida y, en cierta medida, su noción moral del mundo. Ahí estribó posiblemente el motivo de que la Madre Superiora la destinara a St. Anthony.

Por encima del estrépito se oyó muy débil el timbre de la entrada.

– ¿Quiere responder a la puerta alguna de vosotras, pobres monas sordas? -gritó.

El sonsonete de la Marina se fue acercando a la sala de juegos.

– ¡El desayuno está servido! -La voz estridente de Anne se elevó medio decibelio hasta dominar el ruido ensordecedor de Hope Cottage en una mañana de escuela-. ¿No quiere abrir alguien la puerta, por favor?

Una diminuta niña negra llamada Reggie Hudson asomó un inmenso ojo castaño por la maltratada jamba y oteó la cocina.

– Le estoy echando mal de ojo, hermana Anne.

Reggie sonrió.

– Buenos días, Regine. Yo te echo mi ojo benevolente. ¿Quieres atender a la puerta, por favor? Gracias, Reggie. Vienes como llovida del cielo.

Reggie Hudson danzó con pasos graciosos por toda la cocina, probó con un dedo el almíbar de las peras, abrió la nevera y escudriño su interior, repleto con cartuchos de leche y envases de mermelada y condimentos alegremente coloreados.

No era que las chicas despreciaran a Anne; tan sólo habían adquirido el hábito de desentenderse…, desentenderse de todo el mundo.

Por fin fue la propia Anne quien corrió hacia la entrada.

Abrió bruscamente la puerta de roble alabeado y se vio ante monseñor John Maher, el principal y administrador de St. Anthony.

– ¿Seguimos con el usual manicomio, hermana Anne? Anne hizo entrar respetuosamente en Hope Cottage al sacerdote de colorado rostro.

– Da la casualidad de que todo está muy tranquilo esta mañana. Ninguna gresca entre gatas. Ninguna amenaza con navajas. Ningún correctivo… Pase, pase, monseñor, y desayune con las chicas.

– Hermana, me agradaría tomar unos sorbos de café -repuso el clérigo de complexión apopléjica-. Pero preferiría hacerlo en una estancia tranquila para charlar un rato con usted.

Anne fue a buscar dos tazas de café bien cargado y ascendió con monseñor Maher la desvencijada escalera hacia la biblioteca y aula de las muchachas.

Anne cerró una radio portátil cuyo altavoz lanzaba música rock a los cuatro vientos, y ambos se acomodaron en el súbito silencio.

Monseñor miró por la pequeña buhardilla, contempló las hojas ondulantes de olmo y las hermosas pinceladas de cielo azul turquí.

– Bien, monseñor, celebro verle por aquí -dijo Anne. Monseñor Maher se tomó su tiempo para aclararse la garganta.

– Me gustaría que esto fuese una visita social, Anne.

Durante unos instantes miró fijamente a la hermana Anne y se dijo que aquélla era la joven más impresionante que había enviado la Archidiócesis a St. Anthony desde hacía muchos años.

– Esta mañana he estado hablando con un buen amigo suyo -habló por fin monseñor-. El cardenal Rooney me llamó a las cinco. Poco antes de oficiar la misa en su capilla privada. Su Eminencia dijo que rezaría unas cuantas oraciones por nosotros dos, usted y yo.