La reina ISABEL de Castilla
El REY Fernando de Aragón
Rodrigo Téllez Girón, MAESTRE de la Orden de Calatrava
Fernán Gómez de Guzmán,
COMENDADOR Mayor de la Orden de Calatrava
Don Gómez MANRIQUE
Un JUEZ
Dos REGIDORES de Ciudad Real
ORTUÑO, criado del Comendador
FLORES, criado del Comendador
ESTEBAN, Alcaide de Fuenteovejuna
ALONSO, un regidor de Fuenteovejuna
Otro REGIDOR de Fuenteovejuna
LAURENCIA, labradora de Fuenteovejuna, hija de Esteban
JACINTA, labradora de Fuenteovejuna
PASCUALA, labradora de Fuenteovejuna
JUAN ROJO, labrador
FRONDOSO, labrador
MENGO, labrador gracioso
BARRILDO, labrador
LEONELO, Licenciado en derecho
CIMBRANO, soldado
Un MUCHACHO
LABRADORES y LABRADORAS
MÚSICOS
COMENDADOR: ¿Sabe el maestre que estoy
en la villa?
FLORES: Ya lo sabe.
ORTUÑO: Está, con la edad, más grave.
COMENDADOR: Y ¿sabe también que soy
Fernán Gómez de Guzmán?
FLORES: Es muchacho, no te asombre.
COMENDADOR: Cuando no sepa mi nombre,
¿no le sobra el que me dan
de comendador mayor?
ORTUÑO: No falta quien le aconseje
que de ser cortés se aleje.
COMENDADOR: Conquistará poco amor.
Es llave la cortesía
para abrir la voluntad;
y para la enemistad
la necia descortesía.
ORTUÑO: Si supiese un descortés
cómo le aborrecen todos
– y querrían de mil modos
poner la boca a sus pies-,
antes que serlo ninguno,
se dejaría morir.
FLORES: ¡Qué cansado es de sufrir!
¡Qué áspero y qué importuno!
Llaman la descortesía
necedad en los iguales,
porque es entre desiguales
linaje de tiranía.
Aquí no te toca nada;
que un muchacho aún no ha llegado
a saber qué es ser amado.
COMENDADOR: La obligación de la espada
que se ciñó, el mismo día
que la cruz de Calatrava
le cubrió el pecho, bastaba
para aprender cortesía.
FLORES: Si te han puesto mal con él,
presto lo conocerás.
ORTUÑO: Vuélvete, si en duda estás.
COMENDADOR: Quiero ver lo que hay en él.
MAESTRE: Perdonad, por vida mía,
Fernán Gómez de Guzmán;
que agora nueva me dan
que en la villa estáis.
COMENDADOR: Tenía
muy justa queja de vos;
que el amor y la crïanza
me daban más confïanza,
por ser, cual somos los dos,
vos maestre en Calatrava,
yo vuestro comendador
y muy vuestro servidor.
MAESTRE: Seguro, Fernando, estaba
de vuestra buena venida.
Quiero volveros a dar
los brazos.
COMENDADOR: Debéisme honrar;
que he puesto por vos la vida
entre diferencias tantas,
hasta suplir vuestra edad
el pontífice.
MAESTRE: Es verdad.
Y por las señales santas
que a los dos cruzan el pecho,
que os lo pago en estimaros
y como a mi padre honraros.
COMENDADOR: De vos estoy satisfecho.
MAESTRE: ¿Qué hay de guerra por allá?
COMENDADOR: Estad atento, y sabréis
la obligación que tenéis.
MAESTRE: Decid que ya lo estoy, ya.
COMENDADOR: Gran maestre, don Rodrigo
Téllez Girón, que a tan alto
lugar os trajo el valor
de aquel vuestro padre claro,
que, de ocho años, en vos
renunció su maestrazgo,
que después por más seguro
juraron y confirmaron
reyes y comendadores,
dando el pontífice santo
Pío segunda sus bulas
y después las suyas Paulo
para que don Juan Pacheco,
gran maestre de Santiago,
fuese vuestro coadjutor:
ya que es muerto, y que os han dado
el gobierno sólo a vos,
aunque de tan pocos años,
advertid que es honra vuestra
seguir en aqueste caso
la parte de vuestros deudos;
porque, muerto Enrique cuarto,
quieren que al rey don Alonso
de Portugal, que ha heredado,
por su mujer, a Castilla,
obedezcan sus vasallos;
que aunque pretende lo mismo
por Isabel don Fernando,
gran príncipe de Aragón,
no con derecho tan claro
a vuestros deudos, que, en fin,
no presumen que hay engaño
en la sucesión de Juana,
a quien vuestro primo hermano
tiene agora en su poder.
Y así, vengo a aconsejaros
que juntéis los caballeros
de Calatrava en Almagro,
y a Ciudad Real toméis,
que divide como paso
a Andalucía y Castilla,
para mirarlos a entrambos.
Poca gente es menester,
porque tienen por soldados
solamente sus vecinos
y algunos pocos hidalgos,
que defienden a Isabel
y llaman rey a Fernando.
Será bien que deis asombro,
Rodrigo, aunque niño, a cuantos
dicen que es grande esa cruz
para vuestros hombros flacos.
Mirad los condes de Urueña,
de quien venís, que mostrando
os están desde la fama
los laureles que ganaros;
los marqueses de Villena,
y otros capitanes, tantos,
que las alas de la fama
apenas pueden llevarlos.
Sacad esa blanca espada;
que habéis de hacer, peleando,
tan roja como la cruz;
porque no podré llamaros
maestre de la cruz roja
que tenéis al pecho, en tanto
que tenéis la blanca espada;
que una al pecho y otra al lado,
entrambas han de ser rojas;
y vos, Girón soberano,
capa del templo inmortal
de vuestros claros pasados.
MAESTRE: Fernán Gómez, estad cierto,
que en esta parcialidad,
porque veo que es verdad,
con mis deudos me concierto.
Y si importa, como paso
a Ciudad Real mi intento,
veréis que como violento
rayo sus muros abraso.
No porque es muerto mi tío
piensen de mis pocos años
los propios y los extraños
que murió con él mi brío.
Sacaré la blanca espada
para que quede su luz
de la color de la cruz,
de roja sangre bañada.
Vos, ¿adónde residís
tenéis algunos soldados?
COMENDADOR: Pocos, pero mis criados;
que si de ellos os servís,
pelearán como leones.
Ya veis que en Fuenteovejuna
hay gente humilde, y alguna
no enseñada en escuadrones,
sino en campos y labranzas.
MAESTRE: ¿Allí residís?
COMENDADOR: Allí
de mi encomienda escogí
casa entre aquestas mudanzas.
Vuestra gente se registre;
que no quedará vasallo.
MAESTRE: Hoy me veréis a caballo,
poner la lanza en el ristre.
LAURENCIA: ¡Mas que nunca acá volviera!
PASCUALA: Pues a la hé que pensé
que cuando te lo conté
más pesadumbre te diera.
LAURENCIA: ¡Plega al cielo que jamás
le vea en Fuenteovejuna!
PASCUALA: Yo, Laurencia, he visto alguna
tan brava,y pienso que más;
y tenía el corazón
brando como una manteca.
LAURENCIA: Pues ¿hay encina tan seca
como ésta mi condición?
PASCUALA: Anda ya; que nadie diga:
"de esta agua no beberé."
LAURENCIA: ¡Voto al sol que lo diré,
aunque el mundo me desdiga!
¿A qué efecto fuera bueno
querer a Fernando yo?
¿Casaráme con él?
PASCUALA: No.
LAURENCIA: Luego la infamia condeno.
¡Cuántas mozas en la villa,
del comendador fïadas,
andan ya descalabradas!
PASCUALA: Tendré yo por maravilla
que te escapes de su mano.
LAURENCIA: Pues en vano es lo que ves,
porque ha que me sigue un mes,
y todo, Pascuala, en vano.
Aquel Flores, su alcahuete,
y Ortuño, aquel socarrón,
me mostraron un jubón,
una sarta y un copete.
Dijéronme tantas cosas
de Fernando, su señor,
que me pusieron temor;
mas no serán poderosas
para contrastar mi pecho.
PASCUALA: ¿Dónde te hablaron?
LAURENCIA: Allá
en el arroyo, y habrá
seis días.
PASCUALA: Y yo sospecho
que te han de engañar, Laurencia.
LAURENCIA: ¿A mí?
PASCUALA: Que no, sino al cura.
LAURENCIA: Soy, aunque polla, muy dura
yo para su reverencia.
Pardiez, más precio poner,
Pascuala, de madrugada,
un pedazo de lunada
al huego para comer,
con tanto zalacotón
de una rosca que yo amaso,
y hurtar a mi madre un vaso
del pegado cangilón,
y más precio al mediodía
ver la vaca entre las coles
haciendo mil caracoles
con espumosa armonía;
y concertar, si el camino
me ha llegado a causar pena,
casar un berenjena
con otro tanto tocino;
y después un pasatarde,
mientras la cena se aliña,
de una cuerda de mi viña,
que Dios de pedrisco guarde;
y cenar un salpicón
con su aceite y su pimienta,
e irme a la cama contenta,
y al "inducas tentación"
rezalle mis devociones,
que cuantas raposerías,
con su amor y sus porfías,
tienen estos bellacones;
porque todo su cuidado,
después de darnos disgusto,
es anochecer con gusto
y amanecer con enfado.
PASCUALA: Tienes, Laurencia, razón;
que en dejando de querer,
más ingratos suelen ser
que al villano el gorrión.
En el invierno, que el frío
tiene los campos helados,
descienden de los tejados,
diciéndole: "tío, tío,"
hasta llegar a comer
las migajas de la mesa;
mas luego que el frío cesa,
y el campo ven florecer,
no bajan diciendo "tío,"
del beneficio olvidados,
mas saltando en los tejados
dicen: "judío, judío."
Pues tales los hombres son:
cuando nos han menester,
somos su vida, su ser,
su alma, su corazón;
pero pasadas las ascuas,
las tías somos judías,
y en vez de llamarnos tías,
anda el nombre de las pascuas.
LAURENCIA: No fïarse de ninguno.
PASCUALA: Lo mismo digo, Laurencia.
FRONDOSO: En aquesta diferencia
andas, Barrildo, importuno.
BARRILDO: A lo menos aquí está
quien nos dirá lo más cierto.
MENGO: Pues hagamos un concierto
antes que lleguéis allá,
y es, que si juzgan por mí,
me dé cada cual la prenda,
precio de aquesta contienda.
BARRILDO: Desde aquí digo que sí.
Mas si pierdes, ¿qué darás?
MENGO: Daré mi rabel de boj,
que vale más que una troj,
porque yo le estimo en más.
BARRILDO: Soy contento.
FRONDOSO: Pues lleguemos.
Dios os guarde, hermosas damas.
LAURENCIA: ¿Damas, Frondoso, nos llamas?
FRONDOSO: Andar al uso queremos:
al bachiller, licenciado;
al ciego, tuerto; al bisojo,
bizco; resentido, al cojo;
y buen hombre, al descuidado.
Al ignorante, sesudo;
al mal galán, soldadesca;
a la boca grande, fresca;
y al ojo pequeño, agudo.
Al pleitista, diligente;
gracioso al entremetido;
al hablador, entendido;
y al insufrible, valiente.
Al cobarde, para poco;
al atrevido, bizarro;
compañero al que es un jarro;
y desenfadado, al loco.
Gravedad, al descontento;
a la calva, autoridad;
donaire, a la necedad;
y al pie grande, buen cimiento.
Al buboso, resfrïado;
comedido al arrogante;
al ingenioso, constante;
al corcovado, cargado.
Esto al llamaros imito,
damas, sin pasar de aquí;
porque fuera hablar así
proceder en infinito.
LAURENCIA: Allá en la ciudad, Frondoso,
llámase por cortesía
de esta suerte; y a fe mía,
que hay otro más riguroso
y peor vocabulario
en las lenguas descorteses.
FRONDOSO: Querría que lo dijeses.
LAURENCIA: Es todo a esotro contrario:
al hombre grave, enfadoso;
venturoso al descompuesto;
melancólico al compuesto;
y al que reprehende, odioso.
Importuno al que aconseja;
al liberal, moscatel;
al justiciero, crüel;
y al que es piadoso, madeja.
Al que es constante, villano;
al que es cortés, lisonjero;
hipócrita al limosnero;
y pretendiente al cristiano.
Al justo mérito, dicha;
a la verdad, imprudencia;
cobardía a la paciencia;
y culpa a lo que es desdicha.
Necia a la mujer honesta;
mal hecha a la hermosa y casta;
y a la honrada… Pero basta;
que esto basta por respuesta.
MENGO: Digo que eres el dimuño.
LAURENCIA: ¡Soncas que lo dice mal!
MENGO: Apostaré que la sal
la echó el cura con el puño.
LAURENCIA: ¿Qué contienda os ha traído,
si no es que mal lo entendí?
FRONDOSO: Oye, por tu vida.
LAURENCIA: Di.
FRONDOSO: Préstame, Laurencia, oído.
LAURENCIA: Como prestado, y aun dado,
desde agora os doy el mío.
FRONDOSO: En tu discreción confío.
LAURENCIA: ¿Qué es lo que habéis apostado?
FRONDOSO: Yo y Barrildo contra Mengo.
LAURENCIA: ¿Qué dice Mengo?
BARRILDO: Una cosa
que, siendo cierta y forzosa,
la niega.
MENGO: A negarla vengo,
porque yo sé que es verdad.
LAURENCIA: ¿Qué dice?
BARRILDO: Que no hay amor.
LAURENCIA: Generalmente, es rigor.
BARRILDO: Es rigor y es necedad.
Sin amor, no se pudiera
ni aun el mundo conservar.
MENGO: Yo no sé filosofar;
leer, ¡ojalá supiera!
Pero si los elementos
en discordia eterna viven,
y de los mismos reciben
nuestros cuerpos alimentos,
cólera y melancolía,
flema y sangre, claro está.
BARRILDO: El mundo de acá y de allá,
Mengo, todo es armonía.
Armonía es puro amor,
porque el amor es concierto.
MENGO: Del natural os advierto
que yo no niego el valor.
Amor hay, y el que entre sí
gobierna todas las cosas,
correspondencias forzosas
de cuanto se mira aquí;
y yo jamás he negado
que cada cual tiene amor,
correspondiente a su humor,
que le conserva en su estado.
Mi mano al golpe que viene
mi cara defenderá;
mi pie, huyendo, estorbará
el daño que el cuerpo tiene.
Cerraránse mis pestañas
si al ojo le viene mal,
porque es amor natural.
PASCUALA: Pues, ¿de qué nos desengañas?
MENGO: De que nadie tiene amor
más que a su misma persona.
PASCUALA: Tú mientes, Mengo, y perdona;
porque, ¿es materia el rigor
con que un hombre a una mujer
o un animal quiere y ama
su semejante?
MENGO: Eso llama
amor propio, y no querer.
¿Qué es amor?
LAURENCIA: Es un deseo
de hermosura.
MENGO: Esa hermosura,
¿por qué el amor la procura?
LAURENCIA: Para gozarla.
MENGO: Eso creo.
Pues ese gusto que intenta,
¿no es para él mismo?
LAURENCIA: Es así.
MENGO: Luego ¿por quererse a sí
busca el bien que le contenta?
LAURENCIA: Es verdad.
MENGO: Pues de ese modo
no hay amor sino el que digo,
que por mi gusto le sigo
y quiero dármele en todo.
BARRILDO: Dijo el cura del lugar
cierto día en el sermón
que había cierto Platón
que nos enseñaba a amar;
que éste amaba el alma sola
y la virtud de lo amado.
PASCUALA: En materia habéis entrado
que, por ventura, acrisola
los caletres de los sabios
en sus cademias y escuelas.
LAURENCIA: Muy bien dice, y no te muelas
en persuadir sus agravios.
Da gracias, Mengo, a los cielos,
que te hicieron sin amor.
MENGO: ¿Amas tú?
LAURENCIA: Mi propio honor.
FRONDOSO: Dios te castigue con celos.
BARRILDO: ¿Quién gana?
PASCUALA: Con la qüistión
podéis ir al sacristán,
porque él o el cura os darán
bastante satisfacción.
Laurencia no quiere bien,
yo tengo poca experiencia.
¿Cómo daremos sentencia?
FRONDOSO: ¿Qué mayor que ese desdén?
FLORES: Dios guarde a la buena gente.
FRONDOSO: Éste es del comendador
crïado.
LAURENCIA: ¡Gentil azor!
¿De adónde bueno, pariente?
FLORES: ¿No me veis a lo soldado?
LAURENCIA: ¿Viene don Fernando acá?
FLORES: La guerra se acaba ya,
puesto que nos ha costado
alguna sangre y amigos.
FRONDOSO: Contadnos cómo pasó.
FLORES: ¿Quién lo dirá como yo,
siendo mis ojos testigos?
Para emprender la jornada
de esta ciudad, que ya tiene
nombre de Ciudad Real,
juntó el gallardo maestre
dos mil lucidos infantes
de sus vasallos valientes,
y trescientos de a caballo
de seglares y de freiles;
porque la cruz roja obliga
cuantos al pecho la tienen,
aunque sean de orden sacro;
mas contra moros, se entiende.
Salió el muchacho bizarro
con una casaca verde,
bordada de cifras de oro,
que sólo los brazaletes
por las mangas descubrían,
que seis alamares prenden.
Un corpulento bridón,
Rucio rodado, que al Betis
bebió el agua, y en su orilla
despuntó la grama fértil;
el codón labrado en cintas
de ante, y el rizo copete
cogido en blancas lazadas,
que con las moscas de nieve
que bañan la blanca piel
iguales labores teje.
A su lado Fernán Gómez,
vuestro señor, en un fuerte
melado, de negros cabos,
puesto que con blanco bebe.
Sobre turca jacerina,
peto y espaldar luciente,
con naranjada orla saca,
que de oro y perlas guarnece.
El morrión, que coronado
con blancas plumas, parece
que del color naranjado
aquellos azahares vierte;
ceñida al brazo una liga
roja y blanca, con que mueve
un fresno entero por lanza
que hasta en Granada le temen.
La ciudad se puso en arma;
dicen que salir no quieren
de la corona real,
y el patrimonio defienden.
Entróla bien resistida,
y el maestre a los rebeldes
y a los que entonces trataron
su honor injuriosamente
mandó cortar las cabezas,
y a los de la baja plebe,