Lawrence Block

Un paseo entre las tumbas

Matt Scudder, 10

Para Lynne



Agradecimientos

Me complace reconocer las importantes contribuciones del Salón de escritores, donde se realizó gran parte del trabajo preliminar de este libro, y de la Fundación Ragdale, donde se escribió. Gracias también a George Cabanas y Eddie Lama, así como a Jack Hitt y Paul Tough, que me presentaron a los Kong. Gracias a Sarah Elizabeth Miles, que jura que hará cualquier cosa -¡cualquier cosa!- por ver su nombre en un libro.

Cállate, mi niño, mi niño bonito,
que alborotan mucho tus gritos;
cállate, niño, por compasión,
que si no, vendrá Napoleón.
Ese hombre es un ogro muy malo,
tan negro y tan tieso como un palo;
se desayuna, se come y merienda
a todo el que entra en su tienda.
Si te oyera, inocente criatura,
cuando pase a caballo por la espesura,
te arrancará la cabeza y el corazón
como el gato que juega y devora al ratón.
Y te pegará, zas, zas, te pegará,
y en papilla te convertirá.
Y te comerá, ñam, ñam, te comerá
y de ti ni un pelo quedará.

Canción de cuna inglesa


1

El último jueves de marzo, entre las diez y media y las once de la mañana, Francine Khoury le dijo a su marido que salía un rato, que tenía que hacer unas compras.

– Llévate mi coche -le sugirió él-. No voy a salir.

– Es demasiado grande. La última vez que me lo llevé, fue como si pilotara un barco -dijo la mujer.

– Como quieras -dijo él.

Los coches, el Buick Park Avenue de él y el Toyota Camry de ella, compartían el garaje trasero de la casa, una estructura de imitación Tudor, con fachadas estucadas, sita en Colonial Road, entre las Calles 68 y 69 de Bay Ridge, en Brooklyn. Francine puso en marcha el Camry, salió del garaje en marcha atrás, pulsó el control remoto para cerrar la puerta y siguió reculando hasta la calle. En el primer semáforo en rojo puso una casete de música clásica. Beethoven, uno de los últimos cuartetos. Escuchaba jazz en casa, era la música favorita de Kenan, pero lo que ponía cuando conducía era siempre música de cámara.

Francine era una mujer atractiva, de un metro setenta de estatura, unos cincuenta y siete kilos, de hombros anchos, cintura estrecha y caderas elegantes. Su cabello oscuro era brillante y rizado, peinado hacia atrás.

Ojos oscuros, nariz aguileña. Una boca generosa, de labios carnosos.

La boca aparece siempre cerrada en las fotografías. Imagino que tenía unos incisivos superiores prominentes y dientes superiores excesivamente largos. La preocupación por este rasgo le impedía sonreír mucho. En las fotografías de su casamiento aparece radiante y resplandeciente, pero los dientes siguen sin verse.

Su tez era olivácea y la piel profunda y prematuramente tostada por el sol. Ya tenía un principio del bronceado estival; ella y Kenan habían pasado la última semana de febrero en la playa de Negril, en Jamaica. Se habría bronceado más, pero Kenan la hacía ponerse debajo del parasol y limitaba su tiempo de exposición a los rayos solares.

– No es bueno. Estar demasiado bronceada no es atractivo. Estar tirada al sol es lo que convierte una ciruela jugosa en una ciruela pasa -le decía.

Francine quería saber qué tenían de bueno las ciruelas jugosas.

– Son dulces y apetitosas -le decía Kenan.

Tras recorrer media manzana, al llegar al cruce de la Calle 78 con Colonial Road, el conductor de una furgoneta azul puso el motor en marcha. Le dio otra media manzana de ventaja, se apartó del bordillo y comenzó a seguirla.

Francine dobló a la derecha, por Bay Ridge Avenue, luego otra vez a la izquierda, por la Cuarta Avenida, y se dirigió hacia el norte. Redujo la marcha cuando llegó a D'Agostino, en el cruce con la Calle 63, y metió el Camry en un aparcamiento media manzana más adelante.

La furgoneta azul de reparto adelantó al Camry, dio la vuelta a la manzana y se detuvo ante una boca de incendios, frente al supermercado.


Cuando Francine Khoury salió de su casa, yo todavía estaba desayunando.

Me había acostado tarde la noche anterior. Elaine y yo habíamos cenado en uno de los tugurios hindúes de la Calle 6 Este y después fuimos a una reposición de Madre coraje que daban en el Public Theater de Lafayette Street. Nuestras localidades no eran de las mejores y costaba oír a algunos de los actores. Nos habríamos ido en el entreacto, pero uno de los actores era el novio de una de las vecinas de Elaine y ésta quería ir a los camerinos después del último acto para decirle que estaba fantástico. Terminamos yendo a tomar una copa con él en un bar próximo y que estaba repleto por alguna razón que no alcancé a entender.

– Qué grandioso -le dije a Elaine cuando salimos de allí-. Durante tres horas no he logrado oírle en el escenario y durante la última hora no he podido oírle desde el otro lado de la mesa. Me pregunto si tendrá voz.

– La obra no ha durado tres horas -dijo ella-. Más bien dos y media.

– Parecieron tres.

– Parecieron cinco. Vamos a casa.

Fuimos a su casa. Preparó café para mí y una taza de té para ella, vimos la televisión media hora y charlamos durante los anuncios. Luego nos fuimos a la cama y poco después de una hora me levanté y me vestí en la oscuridad. Salía ya del dormitorio cuando me preguntó adónde iba.

– Lo siento. No quería despertarte -le dije.

– No pasa nada. ¿No puedes dormir?

– Es evidente que no. Me siento excitado, no sé por qué.

– Lee en la sala de estar. O enciende la tele. No me molestará.

– No -dije-. Estoy demasiado inquieto. Un buen paseo me sentará bien.

La casa de Elaine está en la Calle 51, entre la Primera y Segunda Avenidas. Mi hotel, el Northwestern, está en la 57, entre la Octava y la Novena. Hacía bastante frío aquella noche, así que al principio pensé que podía coger un taxi, pero después de caminar una manzana entré en calor.

Mientras esperaba que cambiara el semáforo eché una ojeada a la luna, visible entre dos edificios altos. Estaba casi llena, cosa que no me extrañó. En la noche flotaba una sensación que agitaba mareas en la sangre. Me sentía como con ganas de hacer algo y no se me ocurría qué.

Si Mick Ballou hubiera estado en la ciudad, podría haber ido a su bar a buscarlo. Pero estaba fuera del país, y no me apetecía ninguna clase de bar, con lo nervioso que estaba. Me fui a casa y cogí un libro y, cerca de las cuatro, apagué la luz y me dormí.

A eso de las diez estaba a la vuelta de la esquina, en Flame. Tomé un desayuno ligero y leí un periódico, poniendo toda la atención en los sucesos locales y en las páginas de deportes. Hablando genéricamente, estábamos entre dos crisis, así que no prestaba mucha atención al conjunto. En realidad, la mierda tiene que llegar al ventilador y salpicarme antes de que me interese por los asuntos nacionales e internacionales. Si no es así, me parecen demasiado remotos y mi mente se niega a interesarse por ellos.

Dios sabe que tenía tiempo de leer todas las noticias, los anuncios de trabajo y los económicos. La semana anterior había tenido tres días de trabajo en Reliable, una importante agencia de detectives con oficinas en Flatiron Building, pero no habían tenido nada más para mí desde entonces, y el último trabajo hecho por mi cuenta había sido hacía mucho. Andaba bien de dinero, de manera que no necesitaba trabajar, y siempre he podido encontrar la manera de arreglármelas, pero me habría alegrado tener algo que hacer. La inquietud de la noche anterior no se había ido al acuitarse la luna. Todavía estaba allí, una fiebre baja en la sangre, una picazón debajo de la piel, donde no me podía rascar.


Francine Khoury pasó media hora en D'Agostino, llenando el carrito de la compra. Pagó al contado y un dependiente cargó sus tres bolsas otra vez en el carrito y salió del establecimiento siguiéndola calle abajo hasta donde estaba estacionado el coche.

La furgoneta azul de reparto estaba estacionada junto a la boca de incendios. Sus puertas traseras estaban abiertas; dos hombres habían bajado de ella y, al parecer, inspeccionaban algo que había en el portacuadernos que sostenía uno. Cuando Francine pasó junto a ellos, acompañada por el dependiente, la miraron. Pero cuando abrió el maletero del Camry, los dos estaban otra vez en el interior de la furgoneta, con las puertas cerradas.

El chico puso las bolsas en el maletero. Francine le dio dos dólares, que era el doble de lo que la mayor parte de la gente le daba, por no hablar del porcentaje increíblemente alto de compradores que no le daban propina. Kenan le había enseñado a dar buenas propinas, sin ostentación pero con generosidad.

– Siempre podemos permitirnos el lujo de ser generosos -le decía.

El empleado llevó el carrito al supermercado. Francine se sentó al volante, puso el motor en marcha y se dirigió hacia el norte por la Cuarta Avenida.

La furgoneta azul de reparto se mantenía a media manzana de distancia.

No sé exactamente qué camino tomó Francine para ir desde D'Agostino hasta la tienda de ultramarinos de Atlantic Avenue. Habría podido ir por la Cuarta Avenida hasta Atlantic; habría podido seguir la autovía Gowanus para entrar en South Brooklyn. No hay manera de saberlo y tampoco importa mucho. El caso es que condujo el Camry hasta el cruce de Atlantic con Clinton Street. Hay un restaurante sirio llamado Alepo en la esquina sudoeste y, junto a él, en Atlantic, hay una gran tienda de platos preparados que se llama El gourmet árabe. (Francine nunca la llamaba así. Como la mayoría de la gente que compraba allí, la llamaba Casa Ayoub, nombre del propietario anterior, que la había vendido y se había mudado a San Diego hacía diez años.) Francine estacionó el coche en un lugar con parquímetro en el lado norte de Atlantic, casi enfrente de El gourmet árabe. Fue hasta la esquina, esperó a que la luz del semáforo cambiara y cruzó la calle. Cuando entró en la tienda, la furgoneta azul estaba estacionada en una zona de carga frente al restaurante Alepo, que está al lado de El gourmet árabe.

No estuvo mucho tiempo en la tienda. Sólo compró unas cuantas cosas y no necesitó ayuda para llevarlas. Salió de allí aproximadamente a las 12.20. Iba vestida con un abrigo de pelo de camello, pantalones color gris pizarra y una rebeca beis encima de un jersey de cuello alto de color chocolate. El bolso le colgaba del hombro y llevaba una bolsa de plástico en una mano y las llaves del coche en la otra.

Las puertas traseras de la furgoneta azul estaban abiertas y los dos hombres que habían bajado con anterioridad estaban otra vez en la acera. Cuando Francine salió de la tienda, echaron a andar para ponerse uno a cada lado de la mujer. Al mismo tiempo, un tercer hombre, el conductor de la furgoneta, puso en marcha el motor.

Uno de los hombres preguntó:

– ¿Señora Khoury?

La mujer se volvió, y el hombre abrió y cerró con rapidez su cartera, para que ella viese una insignia, o nada en absoluto. El segundo hombre dijo:

– Tendrá que venir con nosotros.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó ella-. ¿Qué pasa, qué quieren?

La cogieron cada uno de un brazo. Antes de poder saber qué estaba ocurriendo, le habían hecho cruzar velozmente la acera y la hicieron subir a la parte trasera de la furgoneta, que estaba abierta. Un segundo después, los dos hombres estaban dentro con ella; las puertas se cerraron y la furgoneta se apartó del bordillo y se incorporó al tráfico.

Aunque era mediodía, y aunque el rapto tuvo lugar en una concurrida calle comercial, casi nadie estuvo en condiciones de ver lo que pasaba, y las pocas personas que realmente lo presenciaron no tenían una idea muy clara de cuanto estaba aconteciendo. Todo debió de ocurrir muy rápidamente.

Si Francine hubiera dado un paso atrás y hubiera gritado cuando los hombres se le aproximaron…

Pero no lo hizo. Antes de que pudiera hacer nada, estaba dentro de la furgoneta, con las puertas cerradas. Podría haber gritado en aquel momento, o forcejeado, pero ya era demasiado tarde.


Sé exactamente dónde estaba yo cuando la secuestraron. Fui a la reunión del mediodía del grupo Fireside, que se celebra todos los días hábiles, de doce y media a una y media, en los locales de las Juventudes Cristianas de la Calle 63 Oeste. Llegué temprano, de manera que casi con toda seguridad estaría yo sentado con una taza de café cuando los dos hombres empujaron a Francine y la metieron por la parte trasera de la furgoneta de reparto. No recuerdo ninguno de los detalles de la reunión. Durante años he asistido regularmente a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. No voy a tantas como cuando dejé de beber por vez primera, pero, con todo, seguro que acudo unas cinco veces por semana. Esta reunión había seguido el orden del día habitual del grupo, con un expositor que contaba su propia historia durante quince o veinte minutos, y el resto de la hora se dedicaba a la charla-coloquio. Creo que no intervine. Supongo que me acordaría si lo hubiera hecho. Estoy seguro de que se dijeron cosas interesantes y cosas graciosas. Siempre lo son, pero no puedo recordar nada al respecto.

Después de la reunión comí en alguna parte y a continuación llamé a Elaine. Respondió el contestador automático, lo que significaba que había salido o estaba acompañada. Elaine es una de esas prostitutas que contactan por teléfono y estar acompañada es lo que hace para ganarse la vida.

Conocí a Elaine años atrás, lejos, en Long Island, cuando era un policía alcohólico con una placa dorada nueva en el bolsillo y una esposa y dos hijos. Durante un par de años tuvimos una relación que nos venía muy bien a los dos. Yo era su amigo en el lugar de trabajo, que estaba allí para guiarla y sacarla de líos: fui llamado una vez para sacar a un cliente muerto de su cama y llevarlo a una calleja del distrito financiero. Y ella era la amante soñada, bella, brillante, graciosa, profesionalmente experta y, sobre todo, tan agradable y poco exigente como sólo una puta puede serlo. ¿Quién habría podido pedir más?

Después que hube dejado mi casa, mi familia y mi trabajo, Elaine y yo casi perdimos el contacto. Luego, un monstruo de nuestro pasado compartido apareció para amenazarnos a los dos y las circunstancias nos volvieron a reunir. Y, cosa notable, seguimos juntos.

Ella tenía su piso y yo mi hotel. Nos veíamos dos, tres o cuatro noches por semana. Por lo general, esas noches terminaban en su casa, y la mayoría de las veces me quedaba a pasar allí la noche. Ocasionalmente nos íbamos juntos de la ciudad por una semana o un fin de semana. Los días que no nos veíamos, casi siempre hablábamos por teléfono, con frecuencia más de una vez.

Aunque no habíamos hablado nunca de olvidarnos del resto, en lo esencial lo habíamos hecho. Yo no veía a nadie más, y ella tampoco, con la excepción, claro está, de sus clientes. Periódicamente corría hacia algún hotel o recibía a alguien en su apartamento. Esto nunca me había molestado en los primeros tiempos de nuestra relación. A decir verdad, era probable que hubiera sido parte del atractivo, de manera que no veía por qué habría de molestarme ahora.