Mo Hayder

El latido del pájaro

Traducción de María Beneyto

Título de la edición original: Birdman


CAPÍTULO I

Greenwich Norte. Finales de mayo. Tres horas antes del amanecer, el río está desierto. Amarradas, las oscuras gabarras se balancean mientras la marea disuelve lentamente el lodazal donde han pasado la noche. La neblina se levanta, avanza tierra adentro, rebasa los sombríos barcos, el solitario Millenium Dome y, a través de parajes desolados y extraños paisajes lunares, se detiene envolviendo un fantasmagórico desguace medio abandonado.

De repente todo se ilumina. Un coche policial, con las luces azules destellando, se acerca por la calle de servicio. Durante veinte minutos siguen llegando policías: ocho coches, dos Ford Sierra sin distintivos y la furgoneta blanca del equipo forense. En la calle se dispone un control y un destacamento local impide el acceso por el río. El primer agente del CID llega al cruce de Croydon preguntando por los números de busca de los miembros del AMIP, departamento de investigación de la zona. Diez kilómetros más allá es despertado el detective inspector Jack Caffery, AMIP equipo B, que estaba durmiendo tranquilamente en su cama.

Acostado, parpadea en la oscuridad, intenta poner en orden sus pensamientos y lucha contra el deseo de darse la vuelta y dormirse de nuevo. Hace un esfuerzo, inspira profundamente, se levanta de la cama y se dirige al cuarto de baño para lavarse la cara. No más whiskis estando de servicio, Jack. Lo juro, de veras, lo juro. Y empieza a vestirse parsimoniosamente. Mejor llegar despejado y tranquilo. La corbata, no muy chillona; a los del CID les fastidia que alardeemos más que ellos. Él busca. Y café. Mucho café instantáneo con azúcar y sin leche, nada de leche y, sobre todo, no comas: nunca sabes lo que tendrás que ver. Toma dos tazas y busca las llaves del coche en el bolsillo de sus tejanos.

Luego, atiborrado de cafeína y con un pitillo recién encendido, conduce por las desiertas calles de Greenwich hasta la escena del crimen donde su superior, comisario Steve Maddox, un hombre bajo y de cabello prematuramente cano, impecable, como siempre, con su traje marrón oscuro, le espera fuera del desguace paseándose alrededor de una solitaria farola y haciendo girar en su dedo las llaves del coche.

Observa cómo se detiene el coche de Jack. Luego cruza la calle, apoya un codo en el techo, se inclina y dice:

– Espero que no hayas comido nada.

Jack pone el freno de mano y saca el paquete de tabaco de la guantera.

– Precisamente lo que me hacía falta.

– Éste ha superado su fecha de caducidad. -Maddox se aparta para que Jack salga del coche-. Hembra, parcialmente enterrada.

– ¿La has visto?

– Todavía no. El CID me ha pasado e informe. Además bueno -echa una ojeada hacia donde forman corrillo los oficiales del CID-, alguien le ha hecho una autopsia. El habitual corte en canal.

Jack se detiene en seco.

– ¿Autopsia?

– Eso he dicho.

– Seguramente la sacaron de un laboratorio forense para dar un paseo.

– Ya.

– Una trastada de estudiantes de medicina…

– Mira, no es exactamente de nuestra incumbencia -le interrumpe Maddox alzando las manos. Vuelve a mirar por encima del hombro y se inclina hacia Jack-. Pero ya sabes lo amables que son los chicos del CID de Greenwich. Sigámosles la corriente. No creo que nos perjudique ocuparnos de una pequeña carnicería.

– Ya.

– Bien -masculla Maddox incorporándose-. ¿Estás preparado?

– ¿Preparado? -Caffery cierra el coche de un portazo, y se encoge de hombros-. Por supuesto que no. ¡Cómo podría estarlo!

Se dirigieron al portón de entrada rodeando la valla. El tenue resplandor amarillo de las dispersas farolas de sodio y los esporádicos destellos de las cámaras del equipo forense iluminaban el desolado paisaje. Un kilómetro más allá, dominando el horizonte, el Millenium dome se alzaba con sus rojas luces de posición parpadeando contra las estrellas.

– La han metido en una bolsa de basura o algo parecido -dijo Maddox. Señaló bruscamente con la cabeza un grupo de coches-. ¿Ves aquel Mercedes?

– Sí.

Caffery siguió andando. Un hombre de anchas espaldas con un abrigo de pelo de camello se encorvaba en el asiento delantero de un Mercedes mientras hablaba con un agente del CID.

– Es el propietario. Ese asunto del Millenium lo ha puesto todo patas arriba. Dice que la semana pasada contrató a un equipo para que limpiara todo esto. Seguramente la maquinaria pesada removió la fosa, y a la una de esta madrugada…

Se detuvo un momento al llegar a la barrera, y luego se adentraron en la escena del crimen.

– A la una de esta madrugada, tres tipos estaban aquí bebiendo cerveza y se tropezaron con el fiambre. Ahora están en comisaría, la coordinadora nos contará algo más, ya ha hablado con ellos.

Fionna Quinn, de la policía científica, desplazada del Yard y coordinadora en la escena del crimen, los esperaba al lado de una furgoneta en un claro iluminado por focos, enfundada en su mono blanco. Se quitó la capucha mientras ellos se acercaban.

Maddox hizo las presentaciones.

– Jack, la doctora detective Quinn. Fionna, mi nuevo inspector, Jack Caffery.

Caffery le tendió la mano.

– Encantado.

– Lo mismo digo.

La mujer se sacó los guantes de látex y estrechó la mano de Jack.

– Es su primer caso, ¿verdad?

– En el AMIP, sí.

– Bien, me hubiera gustado poder recibirlo con algo menos desagradable. Algo le partió el cráneo, seguramente una máquina. De la cintura para abajo está enterrada bajo un prefabricado de hormigón, probablemente de una acera o algo así.

– ¿Ha estado ahí durante mucho tiempo?

– No creo. A primera vista -dijo volviendo a ponerse los guantes y tendiendo a Maddox una mascarilla-, menos de una semana. Demasiado tiempo para que valga la pena andarse con prisas. Creo que deberían esperar a que amanezca para sacar al patólogo de la cama.

– ¿El patólogo? -preguntó Caffery-. ¿Está segura de que necesitamos un patólogo? Los del CID opinan que se le practicó una autopsia.

– Correcto.

– ¿Y pretende que la examine un patólogo?

– Sí. -La expresión de Quinn siguió inmutable-. Incluso ustedes deben verla. No estamos hablando de una autopsia profesional.

Maddox y Caffery intercambiaron una mirada. Se quedaron en silencio y luego Jack asintió con un gesto.

– De acuerdo. Vamos allá.

Carraspeó, cogió los guantes y la mascarilla que Quinn le tendía y, con gesto rápido, se remetió la corbata dentro de la camisa.

– Echemos un vistazo.

Incluso con guantes de látex, la inveterada costumbre del CID obligaba a Caffery a andar con las manos en los bolsillos. De vez en cuando, inquieto, perdía de vista el haz de la linterna que empuñaba la detective Quinn. A medida que se adentraban en el astillero aumentaba la oscuridad. El equipo de fotografía había terminado su trabajo y se había encerrado en su furgoneta blanca para revelar la película. La única iluminación procedía de la débil incandescencia de la cinta fluorescente que Quinn había utilizado para señalar el borde del camino o para proteger las pruebas recogidas, que esperaban la llegada del agente que se ocuparía de ellas. Avanzaban entre la niebla con recelo, dando un respingo ante la silueta de una botella, de una lata aplastada o de cualquier objeto informe.

Las cintas transportadoras y las grúas, grises y silenciosas como abandonadas montañas rusas, se elevaban más de diez metros contra la oscuridad del cielo.

Quinn levantó la mano.

– Es aquí. -Se dirigió a Caffery-. ¿La ve? Ahí, de espaldas.

– ¿Dónde?

– ¿Ve ese bidón de aceite? -dijo al alumbrarlo con la linterna.

– Sí.

– Mire hacia abajo en esa dirección.

– ¡Joder!

– ¿La ve ahora?

– Sí -respondió, intentando conservar el equilibrio-. Claro que la veo.

¿Acaso eso era un cuerpo? Creyó que se trataba de un montón de espuma expandiéndose, algo amarillo y brillante que parecía salido de un aerosol. Luego vio pelo y dientes. Y reconoció la forma de un brazo. Por fin, inclinando la cabeza, comprendió qué era aquello que estaba viendo.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Maddox-. ¡Tapadla!


CAPÍTULO 2

Al amanecer, cuando el sol ya había disipado la niebla del río, todos los que habían visto el cuerpo a la luz del día sabían que no se trataba de una novatada de estudiantes de medicina. El patólogo forense, Harsha Krishnamurti, llegó y estuvo una hora dentro de la blanca tienda que cubría el cadáver. Se dio instrucciones precisas a un equipo experto en huellas y, a las doce del mediodía, se extrajo el cuerpo del hormigón.

Caffery encontró a Maddox en el asiento delantero del Sierra del equipo B.

– ¿Estás bien?

– Aquí sobramos, tío. Dejemos que Krishnamurti tome el relevo.

– Si lo prefieres, vete a casa y échate un rato.

– ¿Y tú?

– Yo me quedaré un rato más.

– No, Jack. Tú también te vas. si quieres entrenarte para el insomnio ya lo conseguirás en los próximos días. Créeme.

Caffery levantó las manos.

– De acuerdo. Lo que usted diga, señor.

– Así me gusta.

– Pero no podré dormir.

– Me parece bien. -Señaló el baqueteado y viejo Jaguar de Caffery-. Vete a casa y finge dormir.


Cuando llegó a casa, Caffery no podía desprenderse de la imagen de aquel cuerpo amarillento.

A la luz del amanecer parecía aún más grotesco de lo que le había parecido por la noche. Sus uñas, mordidas y pintadas de azul claro, clavadas en las tumefactas palmas de las manos.

Se duchó y afeitó. La cara que veía en el espejo lucía un leve bronceado. El sol pronunciaba las pequeñas arrugas que tenía alrededor de los ojos. Sabía que no podría dormir.

La rápida inoculación de savia nueva en el departamento de investigación, agentes más jóvenes, serios y mejor preparados, había suscitado cierto resentimiento entre los veteranos, lo que hacía comprensible su satisfacción cuando cambió el turno de ocho semanas y entró en servicio el equipo B, coincidiendo con el primer caso de Caffery.

Veinticuatro horas de servicio siete días a la semana. Noches en vela: irrumpir directamente en el caso sin tiempo ni para afeitarse. No le pillaba en su mejor momento. Y por todos los indicios parecía de los complicados.

No lo dificultaba únicamente el lugar en que habían descubierto el cadáver ni la ausencia de testigos. Con la luz del amanecer habían visto las oscuras cicatrices ulceradas de las agujas.

Mientras estaba en el cuarto de baño, Caffery intentó no pensar en lo que el asesino había hecho en los pechos de la víctima. Se secó el pelo con una toalla y sacudió la cabeza. Deja de pensar en todo esto, no permitas que te obsesione, se dijo. Maddox tenía razón: necesitaba descansar.


Estaba en la cocina sirviéndose un whisky cuando sonó el timbre de la puerta.

– ¡Soy yo! -gritó Verónica por la ranura del buzón-. Hubiera telefoneado pero olvidé el móvil en casa.

Abrió la puerta. Llevaba un traje de lino crema y gafas de Armani. Sostenía varias bolsas de tiendas de Chelsea. Su descapotable, un Tigra rojo, estaba aparcado en el camino del jardín bajo la luz del atardecer. Caffery vio que sostenía las llaves de la puerta, como si hubiese estado a punto de abrirla.

– Hola, princesa -dijo, inclinándose para besarla-. ¡Mmm!

Ella cogió su mano y le hizo retroceder para observar su leve bronceado, sus tejanos y sus pies descalzos. Sujetaba una botella de whisky en la otra mano.

– ¿Estabas descansando?

– Estaba en el jardín.

– ¿Vigilando a Penderecki?

– ¿No crees que puedo estar en el jardín sin vigilar a Penderecki?

Vamos, Jack, sólo estaba bromeando. Mira -dijo mientras le tendía una bolsa de Waitrose-. He ido de compras gambas, eneldo, cilantro fresco y ¡oh!, el mejor moscatel. Además, esto -añadió al entregarle una caja-. De mi parte y de papá. -Levantó su larga pierna y apoyó la caja en la rodilla para abrirla. Contenía una cazadora de cuero marrón-. Uno de los nuevos modelos que importamos.

– Ya tengo una cazadora de piel.

– ¡Oh! -exclamó ella-. Bueno, no importa.

Cerró la caja. Por un instante, ambos se quedaron en silencio.

– Puedo devolverla -dijo ella.

Jack se sintió culpable.

– No, no lo hagas.

– Puedo cambiarla por otra cosa.

– No, de verdad. Anda, dámela.

Ésta, pensó, cerrando con la rodilla la puerta y siguiéndola hacia la sala, es la forma de actuar de Verónica. Proponía algo que él rechazaba, pero ella hacía un puchero, él se encogía de hombros y se sentía culpable, se echaba atrás y capitulaba. A causa de su pasado. Sencillo pero eficaz, Verónica. En los escasos seis meses de su relación, su desordenado y cómodo hogar se había transformado en algo desconocido para él: atestado de plantas aromáticas y de electrodomésticos destinados a ahorrar tiempo; el armario repleto de ropa que nunca se pondría: trajes exclusivos, chaquetas cosidas a mano, corbatas de seda, tejanos de piel, todo cortesía de la empresa de importación del padre de Verónica.

Después, mientras ella utilizaba la cocina como si fuera suya, con las ventanas abiertas, el Guzzini zumbando y el aceite crepitando en sartenes brillantes, Jack salió con el whisky a la terraza.

El jardín. Ahí, pensó mientras tomaba un sorbo de su whisky, estaba la prueba perfecta de que su relación pendía de un hilo. Plantado mucho antes de que sus padres compraran la casa -hibiscos, guisantes de olor, una nudosa y vieja clemátide-, cada verano lo dejaba crecer hasta que la vegetación casi cubría las ventanas. Pero Verónica quería cortar, podar y abonar para cultivar limoncillo y alcaparras en alegres macetas dispuestas en el alfeizar de las ventanas, hacer proyectos de parterres y discutir sobre caminos de grava y laureles. Y, finalmente, una vez los hubiera reorganizado tanto a él como a su casa, le gustaría que la vendiera, que abandonara el pequeño chalet victoriano en el sur de Londres donde había nacido, con sus vetustos ladrillos y vanos de ventanas, y con su descuidado jardín. Quería dejar su trabajo de mentirijilla en el negocio familiar, abandonar la casa de sus padres y organizarle un hogar a Jack.

Pero él no quería eso. Su historia estaba demasiado enraizada en el lodo de ese barrio por el que pasaba el tren como para dejar arrancársela por un mero capricho. Además, después de seis meses de conocer a Verónica estaba seguro de algo: no la amaba.

La contempló a través de la ventan pelando patatas y haciendo rizos de mantequilla. A finales del año anterior él había cumplido cuatro años en el CID, aburrido, esperando que pasara algo. Hasta que un día, en una fiesta del CID, se dio cuenta de que una chica con minifalda y sandalias de tiras doradas le observaba con una inconfundible sonrisa.

Durante dos meses, Verónica desencadenó en Jack una obsesión hormonal. Satisfacía todas sus expectativas sexuales. Cada mañana le despertaba pidiendo sexo y durante los fines de semana paseándose por la casa vestida únicamente con sus tacones de aguja y lápiz de labios brillante.