Philipp Vandenberg

El escarabajo verde

Traducción de Joaquín Adsuar

Título original: Der grüne Skarabäus


1

Se había imaginado que todo aquello sería muy distinto; al fin y al cabo no era su primera obra de ingeniería en el extranjero. En la India había construido una presa en el curso superior del Ganges, en Persia levantó aquella planta desalinizadora, considerada por todos como una maravilla técnica. Realmente, Kaminski había pasado muy pocos años en casa y a eso lo llamaba libertad. Si durante todo el tiempo hubiera realizado el mismo trabajo, todos los días en el mismo lugar, lo más posible es que se hubiera vuelto loco o tonto o se hubiese avejentado prematuramente. Así, pese a sus cuarenta y cinco años seguía conservando un aspecto juvenil, bronceado por el trabajo al aire libre, el cabello corto, peinado hacia delante, y musculoso como un luchador, el verdadero tipo que gusta a las mujeres, lo que hasta entonces había sido habitual.

No, él se había figurado que Abu Simbel sería algo totalmente diferente: un mezquino oasis en medio del desierto, rodeado por cientos de kilómetros de arena junto al Nilo perezoso, barracones de madera en la orilla y caminos sin asfaltar que después de cada tormenta tenían que volver a hacerse transitables para los vehículos, y en algún lugar cercano una cantina con techo de uralita, mesas y bancos de madera sin pulir en los que los hombres se bebían la mitad de su sueldo a la luz de las lámparas de gas. Así fue en la India, y en Persia tampoco fue diferente: una construcción en un lugar extranjero.

– ¿Sorprendido? -se rió Lundholm, que había observado la mirada de asombro de Kaminski.

El casino estaba lleno. Era de noche. Kaminski asintió con la cabeza.

– ¡Caramba! Y todo esto en medio del desierto. ¡Caramba! -repitió.

Lundholm, el sueco, tenía la misión de mostrar a los nuevos todas las instalaciones de la «Joint Venture Abu Simbel»». Como Kaminski, también era ingeniero de obras públicas y ambos tenían que trabajar juntos durante los próximos dos años y medio. Contrariamente a Kaminski, que por su aspecto no hubiera podido negar su origen alemán ni en medio de una tormenta de arena, en Lundholm no era fácil reconocer a un sueco. Era pequeño, más bien gordo y su pelo oscuro y espeso delataba con demasiada claridad a sus antepasados italianos por parte de madre.

– La India fue algo terrible -dijo Kaminski, pusilánime-, en Persia nos alojábamos en edificios, pero teníamos que pasarnos la noche luchando con las ratas.

– Aquí lo que hay son escorpiones -respondió y añadió-: Pero la verdad es que no me he topado con ninguno.

– ¿Y serpientes?

Lundholm alzó los hombros. Abu Simbel era su primer trabajo en el extranjero. Hasta entonces se había limitado a construir puentes para Skanska, una de las empresas que participaban en la «Joint Venture Abu Simbel»».

– Las serpientes no están tan mal -tomó Kaminski de nuevo el hilo de la conversación-, te apartan los insectos. Experiencia de años. -Y al ver el rostro incrédulo del sueco añadió-: Sí, contra las serpientes puedes protegerte, pero contra ratas, ratones y mangostas no tienes nada que hacer. Se multiplican sin cesar. -Tomó su cerveza, vació el vaso hasta la mitad y miró a su alrededor-: ¿Está esto siempre tan tranquilo? -preguntó señalando con la cabeza las otras mesas.

El establecimiento estaba totalmente lleno. En las mesas de acero se mezclaban las voces en alemán, inglés, francés, italiano, sueco y árabe. La mayoría de los clientes eran hombres, pero al mirar con mayor atención, Kaminski descubrió también algunas mujeres, la mayoría vestidas como éstos, con pantalones y camisas de color caqui.

– Espera y verás -respondió Lundholm-. A las nueve actúa Nagla y esto se convierte en un infierno.

– ¿Quién es Nagla?

– En realidad es la que posee la concesión de este casino. Procede de Asuán. Cuando se supo que en sus años jóvenes había sido una de las más famosas bailarinas de Egipto, los hombres insistieron hasta que consiguieron hacerla danzar.

– ¿Y?

– Nagla ya no es tan joven, pero su ombligo puede cornpetir con el de cualquier muchacha de veinte años. Además tiene unas «cosas»… -Hizo un gesto expresivo delante de su pecho-. Desde ese día Nagla baila la danza del vientre una vez a la semana. Ya la verás.

El casino, situado en una planta baja y que también era llamado club o sala de oficiales, se alzaba en forma de herradura en el saliente de un monte sobre el valle del Nilo y estaba orientado al sur. Durante el día se extendía una impresionante vista hacia Nubia. Por las noches era como si se mirara un gran agujero negro; causaba una impresión más bien tétrica.

Para los simples obreros, de los que había unos mil, el casino era tabú. Los que allí bebían su cerveza o su whisky pertenecían al equipo de dirección europeo y vivían a pocos pasos, en la Contractor’s Colony de la Honeymoon Road o en la Souna Road, y ganaban salarios de 10.000 marcos al mes.

Ésta era una buena suma de dinero y el dinero era la causa principal por la que se habían alistado voluntarios para un trabajo como el de Abu Simbel… Aunque a veces se debía a algún asunto que hacía recomendable quitarse de en medio durante dos o tres años. Para Kaminski era también un desafío técnico.

– ¡Eh, Rogalla! -Lundholm le hizo una seña a un hombre alto y flaco que entraba en el establecimiento en compañía de una joven. El larguirucho vestía una chaqueta de lino que le daba cierta elegancia, mientras que la muchacha, al parecer, le concedía menos importancia a su aspecto. Llevaba puesto un mono grande y ancho que había sido lavado muchas veces y el pelo oscuro recogido en un moño sobre la nuca. Unas gafas de concha daban a su rostro una expresión distante.

– Permitidme que os presente -dijo Lundholm cuando se acercaron a la mesa-: Arthur Kaminski, de la Hochtief de Essen, que releva a Mösslang. Y éste es Istvan Rogalla, arqueólogo, y Margret Bakker, su ayudante.

Kaminski les estrechó la mano y Lundholm comentó sarcástico:

– Voy a decirte una cosa. Todos los arqueólogos que andan por aquí son nuestros enemigos naturales; sólo nos causan disgustos. Creen que podemos realizar nuestro trabajo sin dejar la menor huella. ¡Pero eso es imposible!

Rogalla sonrió molesto, Margret Bakker no reaccionó en absoluto.

– Ya nos entenderemos -comentó Kaminski, animado.

Rogalla afirmó con la cabeza y pidió cerveza a un camarero que vestía una túnica blanca.

– ¿Usted también quiere una? -preguntó a Margret volviéndose hacia ella.

Su voz sonaba algo forzada como si normalmente tuteara a su ayudante. Ésta asintió con un movimiento de cabeza.

– He hecho muchas cosas en mi vida -comenzó Kaminski para superar la penosa pausa- pero ésta es, sin duda, la más loca de las empresas. ¡Desmontar un templo a trozos para volverlo a construir a unos cientos de metros de distancia!

– ¡Si de veras se tratara de desmontarlo! -insinuó Rogalla.

– ¿Qué quiere decir?

– Su tarea es tan complicada precisamente porque el templo de Abu Simbel es prácticamente de una sola pieza. Como usted sabe, fue construido en el interior de la montaña o mejor dicho, cortado en la misma roca. Eso es precisamente lo que lo hace algo único y la razón por la que no debe quedar sumergido por la presa del Nilo.

– Corremos un riesgo verdaderamente alto -observó Lundholm.

– Lo sé -respondió Kaminski-. ¿Cuándo se cumple el plazo para la inundación? Quiero decir, ¿cuándo anegarán las aguas del Nilo la cuenca en la que se encuentra el templo?

Lundholm hizo un ademán de ignorancia con la mano.

– Los egipcios y los rusos aún discuten la fecha. Los egipcios proponen 1967; los rusos, el 1 de septiembre de 1966. Yo me fío más de los rusos que de los egipcios; al fin y al cabo son ellos los que construyen la presa.

– ¿Septiembre de 1966? ¡Entonces faltan dos años!

– ¡Menos de dos años! ¡Y hasta ahora no se ha trasladado ni una sola piedra!

Rogalla asintió.

– ¿Por qué no se ha comenzado todavía? -quiso informarse Kaminski.

– ¡Por qué, por qué, por qué! -replicó Lundholm casi furioso-. ¡El maldito suelo! Arena, arena y arena, y cuando tenemos suerte una capa de arcilla. Los diques encuentran poco apoyo. Desde hace meses estamos más ocupados extendiendo la presa alrededor del templo que en elevarla, la excavación tiene ya entre sesenta y cien metros de anchura y la presión del Nilo se hace cada vez mayor.

– ¿Y la altura?

– El límite superior de la corona de la presa es de 135 metros SSL 1 y el del nivel del agua de 133 metros SSL.

– Eso significa…

– Que dos metros separan el éxito del fracaso, dos miserables metros.

– Y dos años.

Lundholm asintió. En ese instante no parecía muy optimista.

Tras una larga pausa dijo Kaminski:

– ¿Y si los rusos se han equivocado en sus cálculos? Quiero decir, ¿y si el agua del embalse sube con mayor rapidez?…

Jacques Balouet, el director de la oficina de información de Abu Simbel, los observó un instante desde la mesa de al lado. Rogalla y Margret Bakker intercambiaron una mirada, parecía que temieran que el hombre de la mesa cercana hubiese oído el comentario de Kaminski, como si el recién llegado hubiera dicho algo qxie no debía. En el campamento se hablaba de todo, pero no del impreciso plazo que pendía sobre la «Joint Venture Abu Simbel»» como una espada invisible. Nadie conocía las previsiones, pero esa fecha límite era algo que estaba presente y con la que tenían que contar.

– ¡Que el diablo se lleve a esos rusos! -gritó Lundholm-. Han lanzado al espacio tres astronautas en una nave espacial y han dado diecisiete veces la vuelta a la Tierra, así que no es fácil que se hayan equivocado al calcular la crecida del Nilo.

Rogalla alzó la mano como si fuera a decir algo importante.

– No será culpa de los rusos si sale algo mal. La presa de Asuán se está construyendo desde hace ya cuatro años. Desde entonces, se sabe que a su debido tiempo Abu Simbel quedará sumergido bajo las aguas del pantano.

– Entonces teníamos un nivel de agua de 120 SSL. Nos hubiéramos podido ahorrar el embalse si los egipcios hubiesen tomado antes su decisión. Cuando se empezó, a principios de la primavera, el agua ya nos llegaba hasta el cuello. Desde entonces no hago otra cosa que clavar estacas de sustentación en esa maldita arcilla. Al principio fueron doce metros, ahora estoy en veinticuatro… ¡a lo largo de 370 metros! ¿Y todo para qué? ¡Para nada!

Antes de que el sueco terminase de hablar sonó en los altavoces una excitante música árabe en la que destacaba una flauta y un instrumento de percusión. Detrás de la barra, en el centro de la sala semicircular, apareció una mujer que era toda una orgía de colores. Lundholm tocó con el codo a Kaminski y, volviendo hacia él la cabeza, le dijo:

– Nagla.

Tenía el cabello rojo como el fuego. Kaminski, que había conocido muchas mujeres, nunca había visto un pelo tan rojo y brillante como aquél. Formaba el apropiado contraste con su vestido verde, una falda larga de seda que se ceñía a sus caderas y se abría por delante. El corpino, adornado de perlas y piedras de colores como un árbol de Navidad, cubría difícilmente sus poderosos senos.

Nagla realizó unos movimientos convulsivos al ritmo de la canción. Pero Kaminski no entendía mucho, la música le parecía algo horrible, aunque la danza era realmente admirable. Nagla sabía dar a su cuerpo movimientos ondulantes, como los de una serpiente, al término de los cuales echaba la cabeza hacia atrás. Al caer de rodillas e inclinar su busto hacia delante hasta rozar el suelo con sus cabellos rojos, los hombres silbaron y aplaudieron sin dejar de gritar una y otra vez «¡Nagla… Nagla… Nagla!», como si no pudieran cansarse de contemplarla.

Excitada por los gritos, la bailarina se alzó del suelo sin usar los brazos. Volvió a agitar sus caderas en sacudidas que se hacían cada vez más rápidas y convulsivas, y con pasos rítmicos y ligeros, las manos detrás del cuello, pasó entre las filas de mesas jaleada por las palmas del público.

Kaminski observó cómo algunos hombres ponían billetes entre la ropa de la bailarina y, de vez en cuando, como Nagla se inclinaba de modo tan provocativo delante de ellos, no podían por menos que deslizar el billete entre sus pechos. Junto con el dinero, había también algunas notas dobladas y, al ver la mirada interrogante de Kaminski, Lundholm le dijo en voz baja:

– En cada representación Nagla recibe media docena de ofertas.

– ¿Y? -quiso saber el alemán.

Lundholm hizo un gesto afirmativo, como si quisiera decir «sí, a veces se consigue algo».

Excitados por la música vibrante y los provocadores movimientos de la bailarina, también Lundholm, Rogalla y Kaminski comenzaron a llevar el compás con sus palmas. Sólo Margret seguía sentada rígida y seria. Sin volver directamente su mirada hacia ella, Kaminski la observó de reojo y no pudo menos que preguntarse qué tendría que suceder para que una sonrisa apareciera en el rostro de aquella joven.

Mientras tanto, la danza de Nagla se fue haciendo más y más animada y excitante. El cuerpo voluptuoso de la bailarina se movía cada vez de forma más convulsa, más rápida. Finalmente se acercó tanto a Kaminski, que éste vio el sudor sobre sus senos, oyó el tintineo de sus brazaletes de oro y su respiración agitada. Nagla fijó en él sus ojos y, pese a todos sus giros y desplazamientos, siguió mucho tiempo sin apartar su mirada del nuevo ingeniero.

– ¡Eh, eh!… -gritaron los hombres que seguían la escena-. ¡Eh, eh!…

Para el gusto de Kaminski, Nagla era demasiado llenita y provocativa. Además, en lo que se refería a las mujeres, estaba hasta las narices. Realmente, había esperado no encontrarse con ninguna en Abu Simbel; pero la verdad era que se lo había imaginado todo bastante distinto.

Nagla pareció haber advertido el desinterés de Kaminski, pues con un rápido movimiento de cabeza apartó su vista de él y empezó a ensayar su arte de seducción con los ocupantes de una de las mesas vecinas, con gran pesar de Lundholm, que siguió la retirada de Nagla con mirada ansiosa.

Con la vibrante música y las palmas se mezcló de repente un fuerte griterío procedente de la puerta de entrada y, como una lengua de fuego, un grito se extendió de mesa en mesa.

– ¡Las aguas nos invaden!

Lundholm, cuyos ojos seguían clavados en Nagla, se levantó de un salto. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y durante un instante se quedó inmóvil, paralizado. Después balbuceó algo ininteligible, miró a Kaminski y susurró:

– ¡Siempre supe que iba a ocurrir, siempre lo supe!

Sólo después pareció capaz de hacer algo; sacó un billete del bolsillo, lo dejó de un golpe sobre la mesa y se dio la vuelta para salir. Antes le dijo al oído a Kaminski: