Don Winslow

El poder del perro

En memoria de Sue Rubisnky,

que siempre quiso averiguar la verdad

Libra mi alma de la espada, mi única vida de las garras de los perros

Salmos 22,21



PRÓLOGO

El Sauzal

Estado de Baja California

México

1997


El bebé está muerto en brazos de su madre.

A juzgar por la forma en que yacen los cuerpos (ella encima, el bebé debajo), Art Keller deduce que la mujer intentó proteger al niño. Debía de saber, piensa Art, que su cuerpo blando no podría detener las balas (de rifles automáticos, desde esa distancia), pero el movimiento debió de ser instintivo. Una madre interpone el cuerpo entre su hijo y quien quiere hacerle daño. Así que se dio la vuelta, se retorció cuando las balas la alcanzaron, y después cayó sobre su hijo.

¿De veras creía que podría salvar al niño? Tal vez no, piensa Art. Tal vez no quería que el niño viera surgir la muerte del cañón del arma.

Tal vez quería que la última sensación del niño en este mundo fuera la de su pecho. Envuelto en amor.

Art es católico. A los cuarenta y siete años de edad, ha visto montones de madonnas. Pero ninguna como esta.

-Cuernos de chivo [1]-oye que dice alguien.

En voz baja, en un susurro, como si estuviera en la iglesia.

Art ya lo sabe: centenares de casquillos de 7,62 milímetros siembran el suelo de cemento del patio, junto con algunos casquillos de escopeta del 12,y algunos 5,56,procedentes seguramente de AR-15, piensa Art. Pero casi todos los casquillos son de cuernos de chivo, el arma favorita de los narcotraficantes mexicanos.

Diecinueve cuerpos.

Diecinueve bajas más en la Guerra contra las Drogas, piensa Art.

Diez hombres, tres mujeres, seis niños.

Alineados contra la pared del patio y fusilados.

Cosidos a balazos sería una expresión más acertada, piensa Art. Destrozados por una descarga enorme de balas. La cantidad de sangre es irreal. Un charco del tamaño de un coche grande, de dos milímetros y medio de espesor, de sangre seca y negra. Las paredes salpicadas de sangre, el jardín inmaculado salpicado de sangre, que brilla roja y negra en las puntas de la hierba. Sus hojas semejan diminutas espadas ensangrentadas.

Debieron de oponer resistencia cuando se dieron cuenta de lo que iba a suceder. Sacados de sus camas en plena noche, arrastrados al patio, alineados contra la pared… Alguien tuvo que resistirse al final, porque hay muebles volcados. Muebles de patio de hierro forjado. Cristales rotos sobre el cemento.

Art baja la vista y ve… Joder, es una muñeca, y está mirándole con sus ojos de cristal marrón, tirada en la sangre. Una muñeca, y un animalito de peluche, y un bonito caballo pinto de plástico, todos arrojados al charco de sangre, junto a la pared.

Niños, piensa Art, arrancados de su sueño, que cogen sus juguetes y los abrazan. Mientras, sobre todo mientras, los fusiles rugen.

Una imagen irracional se le aparece: un elefante de peluche. Un juguete infantil con el que siempre dormía.

Tenía un solo ojo. Estaba manchado de vómitos, de orina, y de diversos efluvios infantiles, y olía a todos ellos. Su madre se lo había quitado mientras dormía para sustituirlo por un elefante nuevo con dos ojos y un aroma prístino, y cuando Art despertó le dio las gracias por el elefante nuevo, y después buscó y recuperó el viejo de la basura.Arthur Keller oye cómo se parte su corazón. Desvía la vista hacia las víctimas adultas.

Algunos están en pijama (pijamas y combinaciones de seda caras), otros en camiseta. Dos de ellos, un hombre y una mujer, están desnudos, como si hubieran interrumpido su abrazo poscoito. Lo que fue amor, piensa Art, ahora es obscenidad desnuda.

Un cuerpo yace paralelo al muro opuesto. Un anciano, el jefe de la familia. Debió de ser el último en morir, piensa Art. Obligado a contemplar el asesinato de su familia, y después ejecutado. ¿Misericordiosamente?, se pregunta Art. ¿Una especie de retorcida compasión? Pero, entonces, repara en las manos del viejo. Le han arrancado las uñas, y cortado los dedos después. La boca todavía está abierta en un chillido petrificado, y Art ve los dedos embutidos contra su lengua.

O sea, sospechaban que alguien de su familia era un dedo, un informador.

Porque yo les hice creerlo.

Que Dios me perdone.

Registra los cuerpos hasta encontrar el que busca.

Cuando lo hace, se le revuelve el estómago y tiene que reprimir las náuseas, porque han despellejado la cara del joven como si fuera una banana. Las tiras de carne cuelgan obscenamente de su cuello. Art espera que se lo hicieran después de dispararle, pero sabe que no es así.

Le han volado la mitad inferior del cráneo.

Le dispararon en la boca.

A los traidores se les dispara en la nuca, a los informadores en la boca.

Pensaban que era él.

Eso era exactamente lo que querías que pensaran, se dice Art. Afróntalo: salió tal como habías planeado.

Pero nunca me imaginé esto, piensa. Nunca pensé que harían esto.

– Tenía que haber criados -dice Art-. Obreros.

La policía ya ha inspeccionado las dependencias de los obreros.

– No había nadie -dice un poli.

Desaparecidos. Desvanecidos.

Se obliga a mirar de nuevo los cadáveres.

Es culpa mía, piensa Art.

Yo he provocado su desgracia.

Lo siento, piensa Art. Lo siento muchísimo. Se inclina sobre la madre y el niño, hace la señal de la cruz y susurra:

– In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.

– El poder del perro -oye murmurar a un poli mexicano. El poder del perro.


PRIMERA PARTE. PECADOS ORIGINALES

1

LOS HOMBRES DE SINALOA

¿Ves aquella llanura inhóspita, triste y agreste,

la sede de la desolación, vacía de luz,

excepto por el brillo de esas lívidas llamas,

de reflejos pálidos y espantosos?

John Milton, El paraíso perdido


Distrito de Badiraguato

Estado de Sinaloa

México

1975


Las amapolas arden.

Flores rojas, llamas rojas.

Solo en el infierno, piensa Art Keller, las flores son de fuego.

Art está sentado en una cresta sobre el valle en llamas. Mirar hacia abajo es como contemplar un cuenco de sopa humeante. No ve con claridad a través del humo, pero lo que distingue es una escena surgida del infierno.

Jerónimo Bosch plasma la Guerra contra las Drogas.

Los campesinos mexicanos corren delante de las llamas, aferrando las escasas posesiones que han podido reunir antes de que los soldados prendieran fuego al pueblo. Los campesinos empujan a sus hijos hacia delante, cargados con sacos de comida, fotografías familiares compradas a buen precio, mantas y algo de ropa. Sus camisas blancas y sombreros de paja (manchados de amarillo a causa del sudor) les dan la apariencia de fantasmas entre la bruma de humo.

Salvo por la ropa, piensa Art, podría ser Vietnam.

Casi se sorprende, cuando mira la manga de su camisa, al ver algodón azul en lugar del verde del ejército.

Tiene que recordarse a sí mismo que esto no es la Operación Fénix, sino la Operación Cóndor, y que esas no son las montañas invadidas de bambú del I Corps, sino los valles montañosos de Sinaloa, ricos en amapolas.

Y la cosecha no es de arroz, sino de opio.

Art oye el rítmico hup-hup-hup de los rotores de los helicópteros y alza la vista. Como un montón de tipos que estuvieron en Vietnam, considera el sonido evocador. Sí, pero ¿evocador de qué?, se pregunta, y después decide que es mejor dejar enterrados algunos recuerdos.

Helicópteros y aviones describen círculos en el cielo como buitres. Los aviones se encargan de rociar de fuego la tierra. La misión de los helicópteros es proteger los aviones de las esporádicas salvas de AK-47 disparadas por los gomeros, cultivadores de opio, restantes, que aún quieren oponer resistencia.

Art sabe demasiado bien que una ráfaga certera de un AK es capaz de derribar un helicóptero. Si lo alcanzas en el rotor de cola, caerá en espiral como un juguete roto en la fiesta de cumpleaños de un niño. Alcanza al piloto, y… bien… Hasta el momento han tenido suerte, y ningún helicóptero ha resultado alcanzado. O los gomeros tienen mala puntería, o no están acostumbrados a disparar contra helicópteros.

En teoría, todos los aparatos son mexicanos (oficialmente, Cóndor es un espectáculo mexicano, una operación conjunta entre el Noveno Cuerpo del Ejército y el estado de Sinaloa), pero es la DEA la que compró y pagó los aviones, y son pilotos contratados por la DEA quienes los pilotan, la mayoría ex empleados de la CIA de la antigua dotación del sudeste asiático. Menuda ironía, piensa Keller: chicos de Air America que antes transportaban heroína a los señores de la guerra tailandeses y ahora rocían con defoliantes el opio mexicano.

La DEA quería utilizar Agente Naranja, pero los mexicanos se habían opuesto. Así que en su lugar están utilizando un nuevo compuesto, 24-D, con el que los mexicanos se sienten más cómodos, sobre todo, ríe Keller, porque los gomeros ya lo estaban utilizando para matar las malas hierbas que rodeaban los campos de amapolas.

Así que había suministro preparado.

Sí, piensa Art, es una operación mexicana. Los norteamericanos solo hemos venido como «consejeros».

Como en Vietnam.

Solo que con gorras diferentes.

La Guerra contra las Drogas norteamericana ha abierto un frente en México. Ahora, diez mil soldados mexicanos están atravesando este valle cerca de la ciudad de Badiraguato, en colaboración con los escuadrones de la Policía Judicial Federal, más conocida como federales, y una docena aproximada de consejeros de la DEA como Art. La mayoría son soldados de infantería. Otros van a caballo, como vaqueros que azuzaran ganado. Las órdenes son sencillas: envenenar los campos de amapolas y quemar los restos, dispersar a los gomeros como hojas secas en un huracán. Destruir la fuente de heroína de las montañas de Sinaloa, al oeste de México.

La Sierra Occidental posee la mejor combinación de altitud, precipitaciones y acidez del suelo del hemisferio occidental para cultivar Papaver somniferum, la amapola que produce el opio, que luego se convierte en Barro Mexicano, la heroína barata, marrón y potente que está inundando las calles de las ciudades norteamericanas.

Operación Cóndor, piensa Art.

Hace más de sesenta años que no se ha visto un cóndor de verdad en los cielos mexicanos, y más en Estados Unidos. Pero cada operación ha de tener un nombre, porque, de lo contrario, no nos creemos que es real, así que Cóndor vale.

Art ha leído algo sobre el ave. Es (era) el ave de presa más grande, aunque la expresión engaña un poco, porque prefería alimentarse de carroña a cazar. Un cóndor grande, ha descubierto Art, podía matar a un ciervo pequeño, pero prefería que alguien matara al ciervo primero, para poder descender y apoderarse de él.

Vivimos a costa de los muertos.

Operación Cóndor.

Otro recuerdo fugaz de Vietnam.

Muerte desde el Cielo.

Y aquí estoy, acuclillado de nuevo en la maleza, temblando a causa del frío húmedo de las montañas, preparando emboscadas.

Otra vez.

Solo que el objetivo no es un miembro del Vietcong que regresa a su pueblo, sino el viejo don Pedro Avilés, el señor de la droga de Sinaloa, el Patrón en persona. Don Pedro dirige el negocio del opio en estas montañas desde hace medio siglo, incluso antes de que el mismísimo Bugsy Siegel viniera aquí, seguido de Virginia Hill, con el fin de asegurar una fuente constante de heroína para la mafia de la costa Oeste.

Siegel llegó a un acuerdo con un joven Pedro Avilés, quien utilizó dicha influencia para convertirse en patrón, una posición que ha mantenido hasta hoy. Pero el poder del anciano se le ha ido escapando de las manos en los últimos tiempos, a medida que jóvenes prometedores han desafiado su autoridad. La ley de la naturaleza, supone Art: los jóvenes leones se imponen a los viejos. El ruido de las ráfagas de ametralladora en las calles de Culiacán ha mantenido despierto a Art más de una noche en la habitación de su hotel, algo tan común en estos tiempos que la ciudad se ha ganado el sobrenombre de Little Chicago.

Bien, después de hoy, tal vez se queden sin nada por lo que pelear.

Detienes a don Pedro y se acaba todo.

Y te conviertes en una estrella, piensa, con cierto sentimiento de culpa.

Art cree a pies juntillas en la Guerra contra las Drogas. Como creció en el Barrio Logan de San Diego, fue testigo privilegiado del efecto de la heroína sobre un barrio, sobre todo uno pobre. Se supone que esto servirá para expulsar la droga de las calles, se recuerda, no para conseguir un ascenso.

Pero la verdad es que ser el tipo que se cargó al viejo don Pedro Avilés consolidaría tu carrera.

Lo cual, a decir verdad, puede reportar un ascenso.

La DEA es una organización nueva, apenas cuenta con dos años de antigüedad. Cuando Richard Nixon declaró la Guerra contra las Drogas, necesitaba soldados para librarla. Casi todos los nuevos reclutas procedían de la antigua Oficina de Narcóticos y Drogas Peligrosas, la ONDP. Muchos venían de departamentos de policía de todo el país, pero no pocos de los recién llegados eran de la Compañía.

Art era uno de estos Vaqueros de la Compañía.

Así llaman los policías a todos los tipos procedentes de la CIA. Los tipos que defienden la ley sienten mucho resentimiento y desconfianza hacia los tipos de los servicios secretos.

No debería ser así, piensa Art. En el fondo, todo se reduce a lo mismo: recoger información. Encuentras tus recursos, los cultivas, los administras y actúas según la información que te transmiten. La gran diferencia entre su nuevo trabajo y su antiguo trabajo es que en el anterior detienes a tus objetivos, y en el último solo los matas.

Operación Fénix, los asesinatos programados de la infraestructura del Vietcong.

Art no ha hecho mucho «trabajo sucio». Su trabajo en Vietnam consistía en recoger datos sin procesar y analizarlos. Otros tipos, sobre todo los de las Fuerzas Especiales prestados a la Compañía, actuaban según la información de Art.

Solían ir de noche, recuerda Art. A veces desaparecían durante días, después reaparecían en la base a altas horas de la madrugada, ciegos de dexedrina. Después desaparecían en sus garitos y dormían, en ocasiones varios días seguidos, para luego volver a salir y repetir la jugada.

Art les había acompañado alguna vez, cuando sus fuentes habían proporcionado información sobre un grupo numeroso de cuadros directivos concentrados en una misma zona. Entonces acompañaba a los tipos de las Fuerzas Especiales para preparar una emboscada nocturna.

No le gustaba mucho. Casi siempre estaba acojonado, pero hacía su trabajo, apretaba el gatillo, protegía las espaldas de sus colegas, sobrevivía con todas las extremidades indemnes y la mente intacta. Había visto mucha mierda que solo deseaba olvidar.

Tengo que vivir con el hecho, piensa Art, de que escribía nombres de hombres en una hoja de papel y, al hacerlo, firmaba su sentencia de muerte. Después, todo es cuestión de encontrar una forma de vivir de una manera decente en un mundo indecente.

Pero esa jodida guerra.

Esa maldita guerra.

Como mucha gente, vio por televisión los helicópteros despegar de los tejados de Saigón. Como muchos veteranos, salió a emborracharse aquella noche, y cuando le ofrecieron subirse al carro de la nueva DEA, agarró la oportunidad al vuelo.