Craig Russell

El Beso De Glasgow

Lennox, 2

© 2010 by Craig Russell

Título original inglés: The Long Glasgow Kiss

© de la traducción: Santiago del Rey

A Marion



Capítulo 1

Hay ciertos conceptos totalmente ajenos a la mente glasgowiana: ensalada, higiene dental, perdón.

Hasta la noche en que murió Calderilla MacFarlane yo no tenía ni idea de lo implacable que llegaba a ser Glasgow. Mi aprendizaje sobre la venganza estaba a punto de completarse.

Nos encontrábamos en mitad de una ola de calor pegajoso y yo tenía una cita aún más caliente y pegajosa con Lorna MacFarlane justamente la noche del asesinato de su padre. Había aparcado mi Austin Atlantic en lo alto de la ciudad, en Glennifer Braes, desde donde podías contemplar todo Glasgow extendiéndose a tus pies, hosco y sombrío, en medio de la oscuridad bochornosa; aunque, a decir verdad, nosotros no nos entretuvimos mucho con las vistas. Mirando ahora las cosas de modo retrospectivo, resulta irónico pensar que dos miembros de la familia MacFarlane tuvieran que tropezarse casi a la misma hora con el extremo útil de un instrumento contundente.

Lorna superaba con holgura la media habitual de Glasgow: era una chica preciosa con el pelo rubio rojizo y un tipo despampanante. Como la mayoría de la gente de los bajos fondos que ha triunfado, su padre, un próspero corredor de apuestas, se había esforzado por adquirir un toque respetable y había enviado a Lorna a un internado elegante de Edimburgo con el objetivo de convertirla en una impecable damisela. No sé qué idiomas le habrían enseñado allí, pero en el asiento trasero de mi Atlantic descubrí que tenía dotes naturales para el francés.

Si he de describir mi relación con Lorna en esa época, me parece que la palabra más adecuada sería «superficial» -bueno, la verdad es que ese adjetivo podría haberse aplicado a casi todas mis relaciones con las mujeres-. Lorna y yo, sin embargo, nos tratábamos de un modo particularmente relajado y desprovisto de exigencias. Ella estaba matando el tiempo hasta que apareciera un material adecuado para el matrimonio, y yo… en fin, estaba haciendo lo de siempre. Si las cosas no hubieran tomado el derrotero que tomaron esa noche, creo que habríamos acabado separándonos sin acritud. Pero aquella noche, allí en lo alto de Glennifer Braes, no teníamos ni idea de lo que nos aguardaba.

Mi ignorancia era especialmente idílica. No se me pasaba por la cabeza que alguien estuviera a punto de cobrarse una deuda de sangre, ni sabía qué eran un Baro o un bitchapen. Y si me hubieran mencionado en esa noche de verano tan húmeda y calurosa el nombre de John Largo, habría supuesto que me estaban hablando de un personaje de película del Oeste; lo cual, en cierto modo, habría resultado acertado, porque el salvaje Oeste nunca fue más salvaje que Glasgow.

Pero John Largo no era ningún cowboy. Era más bien lo que los franceses habrían llamado una éminence gris: una sombra. Una sombra muy peligrosa y con un largo brazo.

Después de nuestro tango en el asiento trasero llevé a Lorna a su casa en Pollokshields. Glasgow tenía su propia geografía social: una geografía sin ningún sentido para un forastero, pero de suma importancia para la minoría que integraba su clase media. En términos generales, Glasgow era una ciudad desclasada donde lo único que contaba era cuánto dinero tenías. El acento glasgowiano era común a todos y traspasaba las fronteras sociales, y que resultara más inteligible o, mejor dicho, menos ininteligible que la media era el único indicador de estatus. En consecuencia, el prestigio venía determinado más bien por motivos geográficos o por indicadores más sutiles, como por ejemplo la proximidad a un retrete con agua corriente o el hecho de que tu abuela viviera aún en un cuchitril.

A Calderilla le había ido muy bien como corredor de apuestas, mucho mejor que a la práctica mayoría de sus colegas, pero no había ganado el dinero suficiente ni la respetabilidad necesaria que lo catapultaran por encima del río Clyde y lo sacaran del sur de la ciudad para empezar a trepar por la escala social. La residencia MacFarlane seguía encontrándose, así pues, en Pollokshields, en la orilla sur. La casa en sí misma era un edificio grande e independiente: la típica casa de piedra arenisca y estilo victoriano-escocés, sólida y sin la menor imaginación, situada en una calle de casas casi idénticas (sólidas, de piedra arenisca y estilo victoriano-escocés sin la menor imaginación), todas ellas en la línea del conocido precepto presbiteriano que aconseja atemperar la prosperidad con el anonimato. Para dotarse de cierta distinción, cabe añadir, casi todas las casas de la calle tenían nombre en lugar de número, y fue así, al llegar a la altura de Ardmore, cuando vimos que un grupo de coches negros de la policía bloqueaba el sendero de acceso.

Esa suele ser la señal para verificar lo rápidamente que soy capaz de salir disparado en dirección contraria, pero a Lorna había empezado a entrarle pánico, así que aparqué en la calle y me dirigí a la casa con ella. Estaba claro que debía de aguardarnos algo muy desagradable allí. Y así era, en efecto: los dos metros de tweed rematados con unos recios zapatos granate que respondían al nombre de comisario Willie McNab.

– ¿Qué sucede? -le pregunté.

McNab no me hizo ni caso.

– ¿Señorita MacFarlane? -le dijo a Lorna con aire solícito. No sabía que podía resultar tan convincente haciéndose pasar por un ser humano-. ¿Quiere hacer el favor de acompañarme?

Se la llevó hacia el salón, echándome por encima del hombro una mirada del tipo: «Ni se te ocurra moverte, cabrón». Sonreí. Siempre resulta agradable que reparen en ti.

Me quedé allí de pie junto al poli que habían dejado de guardia en la puerta. Era un tipo grandullón, un highlander, como el noventa por ciento de los agentes del cuerpo de policía de Glasgow. A los highlanders los reclutaban por su envergadura, no por su intelecto, y eran fáciles de camelar con un puñado de abalorios: me bastaron dos minutos para sonsacarle un poco de información. Calderilla MacFarlane, el corredor de apuestas más conocido de la ciudad y padre de Lorna, estaba por lo visto tirado en el suelo de su estudio, arruinando la alfombra Wilton con varias pintas del grupo cero negativo.

– Creemos que acababa de llegar de las carreras -me sopló mi nuevo compinche con su acento musical de las Hébridas-. Era corredor de apuestas, ¿sabes? Alguien lo ha aporreado con la estatua de su galgo favorito, Billy Boy.

Lo miré, atónito.

– ¿Qué coño importa el nombre del galgo?

Cuando McNab reapareció en el vestíbulo yo seguía apostado en el umbral, pero pude atisbar el salón por la puerta entreabierta. Lorna estaba en el sofá desolada, y recibía el consuelo de su madrastra. Di un paso para entrar, pero McNab me detuvo poniéndome su manaza en el pecho.

– ¿Cuál era exactamente tu relación con Jimmy MacFarlane?

Decidí proseguir la conversación a base de miradas asesinas y le lancé a McNab mi expresión más depurada de: «Sácame tu puta mano de encima». Resultó tan eficaz como si le hubiera hablado en nepalí y su zarpa disuasoria permaneció plantada en mi pecho.

– ¿Con Calderilla? Ninguna -dije-. Soy… amigo de su hija, nada más.

– Amigo… ¿hasta qué punto?

– Digamos que nos vemos mucho ahora mismo.

– ¿Esa es tu única relación con James MacFarlane?

– Lo vi varias veces, más que nada por el hecho de salir con Lorna -le dije, sin mencionar que Calderilla me había prometido un par de entradas para el gran combate que iba a celebrarse entre el boxeador local Bobby Kirkcaldy y el alemán Jan Schmidtke. La verdad era que lo primero que me vino a la cabeza al enterarme de su muerte fue si Calderilla habría podido reservar las entradas para mí antes de que le hicieran papilla los sesos. Pero decidí que manifestar tales sentimientos habría puesto en evidencia uno de los aspectos menos atractivos de mi naturaleza. Claro que eso no era lo peor: mi segundo pensamiento había sido preguntarme cuánto tiempo habría de pasar para que Lorna estuviera en las condiciones mentales apropiadas para practicar otra vez la lucha libre en el asiento trasero.

– ¿Nada más? -insistió McNab-. ¿No has hecho ningún trabajo para él? ¿Algún fisgoneo?

Meneé la cabeza con hosquedad y bajé la vista a la mano que aún tenía en el pecho: una manopla fornida, de dedos rechonchos y nudillos pelados. La manga blanca y almidonada asomaba bajo la tela de tweed.

– Nos vamos a encargar de que no metas la nariz en este asunto, Lennox -dijo-. Esto es cosa de la policía.

– No tengo ninguna intención de entrometerme. -Fruncí el ceño. Me desconcertaba que McNab sintiera la necesidad de advertírmelo-. ¿Cuál ha sido el motivo?

– Veamos… -McNab se rascó el mentón con la mano libre, simulando en plan de mofa que se quedaba pensativo-. MacFarlane era uno de los corredores de apuestas y criadores de galgos más ricos de Glasgow. Acababa de llegar de las carreras con una cartera llena de dinero que no hemos encontrado… Déjame pensar… ¡Ya lo tengo! ¡Un crimen pasional!

– Debería limitarse a su especialidad, comisario, y dejar los sarcasmos para mí.

– Tú déjame la investigación policial. Esto es un simple robo. Nos ocuparemos del asunto, Lennox; un par de días y tendremos al cabrón entre rejas.

– Ah. -Asentí con una sonrisa-. El sistema legal escocés en acción. Un modelo de justicia y equidad que considera inocente a cualquier hombre hasta que se demuestra que es católico.

Ya me imaginaba la escena. Los rateros, tal como los tipificaba la ley escocesa, no solían usar la violencia. Me imaginé un desfile de sospechosos habituales recibiendo una buena paliza en comisaría. En las películas, los agentes siempre tranquilizaban a las personas interrogadas diciéndoles que no serían más que «unas preguntas de rutina». Me habría gustado saber si esa era también la cantinela del cuerpo de policía de la ciudad de Glasgow: «No le entretendremos mucho, es solo cuestión de rutina. Unas cuantas patadas más en las costillas y ya podrá recoger sus dientes del suelo y largarse…».

– ¿Te puedo hacer una pregunta? -dijo McNab, interrumpiendo mis reflexiones.

– Hacer preguntas es lo suyo, comisario -contesté, sin añadir que las respuestas solían arrancarlas a golpes-. Adelante.

– ¿Por qué no te largas de una puta vez a Canadá?

– ¿Es una pregunta o es el nuevo eslogan de la agencia de inmigración canadiense? Tiene gancho, se lo reconozco.

– Eres un gracioso, ¿verdad, Lennox? -Levantó la vista y miró por encima de mí hacia el jardín, como si no estuviera del todo concentrado en la conversación. Y de golpe me clavó la mirada y se inclinó, amenazador. Con la cara pegada a la mía y su zarpa en mi pecho, no había duda de que había vuelto a concentrarse-. ¿Te acuerdas de nuestra última charla en Saint Andrew’s Square? -McNab se refería a la comisaría central de la policía de Glasgow.

– ¿Cómo olvidarla? Usted, yo y aquel muchacho encantador de las Hébridas con el puño envuelto en un trapo mojado.

– Si no dejas de hacerte el chistoso podría organizar otra reunión… Mantén el pico cerrado, Lennox. Y responde a mi pregunta: ¿por qué no te vuelves de una puta vez a Canadá?

– Me gusta esto -respondí, pasando por alto el desatino de tener que responder con el pico cerrado-. El aire de Glasgow me sienta bien. Si me marchase, me curaría de mi pleuresía… y la verdad, me ha costado mucho perfeccionarla. -Di un suspiro y me encogí de hombros-. No sé, quizás algún día vuelva. Cuando esté preparado.

– Yo, en tu lugar, lo consideraría seriamente. -Apartó la zarpa de mi pecho. La había mantenido ahí tanto tiempo que aún me parecía notar su peso cálido a través de la camisa y la chaqueta. Había quedado bien claro: el comisario Willie McNab podía ponerle la mano encima a cualquiera, en cualquier momento y tanto tiempo como quisiera-. Sé de mucha gente a la que no le caes bien, Lennox. Gente que aún piensa que sabes más de lo que dices del caso McGahern.

– Se equivocan. -Me apresuré a disimular con una sonrisa forzada mi incomodidad. McNab se empeñaba una vez más en desenterrar una historia muerta, completamente muerta-. Se lo vengo diciendo, comisario, soy menos importante de lo que parezco. ¿Puedo marcharme ya y hablar con Lorna?

– Recuérdalo: no metas la nariz en este asunto de MacFarlane. -Encendió un Player’s, dio una larga calada y soltó una vaharada de humo hacia la oscuridad bochornosa de Pollokshields-. O yo mismo me encargaré de organizarte un cambio de aires. ¿Está claro?

– Cristalino… Sus amenazas veladas, comisario, quizá no sean muy sutiles, pero por lo menos no llaman a engaño.


Maggie MacFarlane me sirvió un whisky mientras permanecía sentado consolando a su hijastra. La madre de Lorna había muerto diez años atrás y Jimmy Calderilla MacFarlane había vuelto a casarse. Maggie, su segunda esposa, no debía de llevarle a Lorna más de diez años.

Cuando algunos hombres alcanzan cierta edad, siempre que hayan alcanzado también un nivel financiero adecuado, cambian el coche familiar por un ostentoso modelo deportivo de líneas impecables y estilizadas, porque la velocidad los estimula y les hace sentir por un momento que vuelven a ser jóvenes, aunque no puedan controlar del todo la potencia del motor. Las segundas esposas también pueden ser así. Maggie MacFarlane lo era indiscutiblemente y, ya en nuestro encuentro inicial, la primera vez que pasé a recoger a Lorna, me había dado la impresión de que a ella no le importaría que me la llevase también alguna vez a dar una vuelta.

– ¿Cómo se encuentra, Maggie? -le pregunté. La verdad es que se la veía muy bien. Incluso un poquito demasiado.

– Aún no puedo creérmelo -dijo tendiéndome el whisky y sirviéndose uno-. Pobre Jimmy. ¿Quién podría hacer algo así?

Tomé el vaso, rodeé con el brazo a Lorna y la convencí para que diera un sorbo de whisky. Había llegado a esa etapa en la que el llanto ya se ha agotado y permanecía en el sofá, pálida e inmóvil. Tosió y apretó los párpados mientras se tragaba el líquido. El calor del whisky pareció iluminar su rostro mientras miraba a Maggie con el ceño fruncido.

– A mí se me ocurren varias ideas -masculló con rencor. Ah, las familias felices, pensé.

Me sabía mal por Lorna, pero eché un vistazo disimulado al reloj: ya había pasado la hora de los pubs. Y pronto pasaría también la hora en la que podía colarme en el Horsehead con mi secreto redoble en la puerta.

Decidí aliviar un poco la tensión.

– ¿Ha encontrado usted el…? O sea, ¿ha sido usted quien se ha encontrado al señor MacFarlane? -le pregunté a Maggie.

Ella se sentó en el sofá de enfrente, cruzando las piernas con un rumor de seda. Aquél era el momento más inoportuno para mirarle las piernas y me esforcé en no hacerlo. Fracasé, como de costumbre. Sus labios, de un intenso carmesí, se curvaron alrededor del cigarrillo que acababa de encender (una marca extranjera de lujo, con filtro y con un cerco dorado).