José Rodrigues dos Santos

El séptimo sello

© 2009

A Catarina y a Inés, y a los hijos que estén por venir.

Para que sepan que todo lo hice

para impedir lo que vendrá.

… yo soy el primero y el último, el viviente, que

fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos,

y tengo las llaves de la muerte y del Infierno.

Escribe, pues, lo que vieres, tanto lo presente

como lo que ha de ser después de esto.

Apocalipsis, 1,18

(traducción de Nácar-Colunga)[1].


Aviso .

La información histórica, técnica y científica que se reproduce en esta novela es verdadera

Prólogo

Crrrrrrrrrrrr.

– Marambio a McMurdo. Crrrrrrrrrrr. Marambio a McMurdo.

Crrrrrrrrrrrr.

El estadounidense de gafas redondas y de rala barba canosa se sentó frente a la radio y pulsó el botón del intercomunicador, interrumpiendo momentáneamente el molesto zumbido de la estática que desgarraba el aire.

– Aquí McMurdo. Habla Dawson. ¿Qué ocurre, Marambio?

Crrrrrrrrrrrr.

– ¿Dawson?

Crrrrrrrrrrrr.

– Sí, habla Howard Dawson en McMurdo. ¿Qué ocurre, Marambio?

– Aquí Mario Roccatagliatta, del Instituto Antártico Argentino, División Glaciológica, en la base Marambio.

– Hola, Mario, ¿algún problema?

Crrrrrrrrrrrr.

– No lo sé.

Crrrrrrrrrrrr.

– ¿Puedes repetir? Crrrrrrrrrrrr.

– No sé qué está pasando -dijo la voz eléctrica desde el otro lado, en un inglés con fuerte acento español-. Aquí ocurre algo raro.

– ¿Qué quieres decir con eso de algo raro?

– Se trata de Larsen B.

– ¿Qué le pasa a Larsen B?

– Está temblando.

– ¿Temblando?

– Sí, Larsen B está temblando.

– ¿Puede ser un sismo?

– No, no es un sismo. Empezó hace unos días y ya he hablado con unos amigos de la División de Sismología, en Buenos Aires. Ellos dicen que no es un sismo.

– Entonces, ¿por qué razón está temblando Larsen B?

– No estoy seguro. Pero han empezado a aparecer grietas y fisuras en el hielo.

– ¿Grietas y fisuras en el hielo?¡Imposible! La plataforma tiene más de doscientos metros de espesor de hielo.

– Pero estamos viendo grietas y fisuras en el hielo y registrando temblores en toda la plataforma.

– ¿Y tenéis alguna explicación para eso?

Crrrrrrrrrrrr.

– Claro.

– ¿Entonces?

– Me temo que no vas a creer en nuestra explicación.

– Suéltala ya.

– Larsen B está deshaciéndose.

Crrrrrrrrrrrr.

– ¿Cómo?

– Larsen B está deshaciéndose.

Crrrrrrrrrrrr.

– ¿La plataforma está deshaciéndose?

– Sí, está deshaciéndose.

– ¡Pero eso es imposible! Larsen B existe desde la última gran glaciación, hace doce mil años. Una plataforma de hielo tan grande y tan antigua no se deshace así como así.

Crrrrrrrrrrrr.

– Lo sabemos. Pero se está deshaciendo.


El cuerpo esmirriado y nervioso de Brad Radzinski irrumpió en el Crary Science and Engineering Center con una cartera en la mano. Radzinski se quitó el abrigo y, después de colgarlo en el perchero de la entrada, se dirigió apresuradamente al despacho del director. En la puerta, que estaba cerrada, había una placa metálica que identificaba a su anfitrión: «S-001. DAWSON».

La S correspondía a Science y el 001 identificaba la posición jerárquica de su ocupante. Radzinski golpeó la puerta con impaciencia y, casi sin esperar, entró.

– ¿Se puede?

– Hi, Brad -saludó Howard Dawson, sentado frente al escritorio revisando papeles-. ¿Tiene alguna novedad?

Con actitud preocupada, Radzinski respondió algo incomprensible y, después de darle la mano al director del laboratorio, se sentó sin rodeos frente a la mesa de reuniones. Dawson abandonó su escritorio de aspecto futurista, pasó delante de un armario lleno de libros y se acomodó al lado del recién llegado, en el lugar que daba a la pared, con un gran mapa de la Antártida colgado justo enfrente. Sin perder tiempo, Radzinski se inclinó sobre la cartera que llevaba en la mano, de donde sacó varias fotografías y las desparramó sobre la mesa.

– Éstas son imágenes obtenidas mediante el sensor Modis, que está instalado en un satélite de la Nasa -dijo yendo directo al grano. Hablaba muy deprisa, casi comiéndose las palabras-. Me las acaba de enviar desde Colorado el National Snow and Ice Data Center.

Dawson se agachó y observó las imágenes.

– ¿Son fotografías de Larsen B?

– Sí. Las han sacado hace una hora.

El director del Crary Lab cogió una fotografía y la examinó con atención. Esbozó una mueca con la boca, se encogió de hombros y miró a su interlocutor.

– Me parece normal.

Radzinski volvió a inclinarse sobre la cartera, de donde sacó un objeto metálico circular con una lente gruesa. Una lupa. Cogió una fotografía, acercó la lupa sobre ella e indicó unos hilos que se prolongaban por la estructura blanca ampliada gracias a la lente.

– ¿Lo está viendo?

– Sí.

– Son fisuras en el hielo.

Dawson analizó los hilos sombreados que surcaban la superficie láctea de la plataforma.

– ¿Son realmente fisuras?

– Sí.

– ¿Larsen B tiene fisuras?

– Larsen B se está resquebrajando.

– ¿Seguro?

– Absolutamente seguro.

Dawson se irguió en la silla, se quitó las gafas y suspiró.

– In be damned! Los argentinos tenían razón.

– Sí.

El responsable del laboratorio se limpió las gafas redondas con un paño violeta. Acabado el trabajo, se las caló encima de la nariz, alzó los ojos y contempló el paisaje sereno que se extendía más allá de la ventana del despacho.

El monte Discovery rasgaba el cielo azul claro y parecía levitar sobre la planicie blanca, con nuevos picos que se elevaban desde la falda; eran cimas que no existían, acantilados nacidos de la ilusión, de los juegos de luz y frío entre la montaña y la planicie. Se cernía al fondo una fata morgana, espejismo común en la Antártida, resultante de la curva que trazaba la luz de la montaña al pasar por el aire a diferentes temperaturas. El monte Discovery parecía tener más peñascos que lo normal, aunque esa visión sorprendente, incluso maravillosa, no animase al científico. Dawson miraba la fata morgana, es cierto, pero su atención estaba fija en el distante hilo de sus pensamientos.

Un buen rato después, se levantó pesadamente, cogió el teléfono y marcó un número.

– Aquí Howard Dawson, del Crary Lab. ¿Puedo hablar con el mayor Schumacher? -Pausa-. Sí, ¿habla el mayor? Buenos días, ¿cómo está? Escuche: necesito un transporte aéreo lo más pronto posible. -Pausa-. No, un Huey no sirve. Tengo que ir a la península. -Pausa-. Ya sé que la península está lejos. Por eso no sirve un Huey. -Pausa-. ¿Cuál de las pistas? ¿Willy o Pegasus? -Pausa-. Perfecto. Aquí lo espero. Gracias.

Radzinski se mantuvo atento a la conversación.

– ¿Va a Larsen B? -preguntó en cuanto el director colgó el teléfono.

– Sí. ¿Quiere venir conmigo?

– ¿A hacer qué?

– Tenemos que ver qué ocurre.

– ¿No pueden hacerlo los argentinos?

– Los argentinos son buenos. Pero nos hace falta más información.

– ¿Ha probado con Palmer?

– La base Palmer no tiene nada. Larsen queda al otro lado de las montañas.

– ¿Y Rothera?

– ¿Los ingleses?

– Sí, puede ser que los tipos del British Antarctic Survey tengan más información.

– Pero ellos también están al otro lado -observó Dawson, mirando el mapa de la Antártida en la pared del despacho. Rothera quedaba un poco más al sur de Palmer-. Aunque no cuesta nada intentarlo.

Dawson salió del despacho y se dirigió hacia la radio, instalada en un cuartucho del edificio. El técnico de comunicaciones se había tomado el día libre y el director, con aquel práctico sentido de la informalidad del que sólo son capaces los estadounidenses, se encargó del control. Dawson se sentó frente al aparato, comprobó si estaba conectado y pulsó el botón.

– McMurdo a Rothera. McMurdo a Rothera.

Crrrrrrrrr.

– Aquí Rothera -respondió una voz afable con fuerte acento británico-. ¿Es McMurdo el que está en línea?

– Sí, aquí McMurdo.

– Cheerio, chaps. Aquí John Killingbeck, en Rothera. ¿Cómo le va a MacTown?

MacTown era el apodo de McMurdo.

– MacTown está bien y manda saludos, John.

– ¿Y la lager del Gallagher's? ¿Sigue siendo la peor cerveza del The Ice?

El Gallagher's era uno de los bares de McMurdo y The Ice el sobrenombre de la Antártida.

– Es mejor que vuestra cerveza caliente.

La voz inglesa del otro lado soltó una carcajada.

– Lo dudo -exclamó-. Jolly good, chaps. ¿Cómo os puedo ayudar?

– Escucha, John. ¿Vosotros estáis monitorizando la situación de Larsen B?

– ¿Larsen B? Un momento, voy a comprobarlo.

Crrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.

La estática se prolongó durante casi un minuto. Dawson se quedó de brazos cruzados, expectante, hasta que el silencio rompió aquel sonido desgarrado y la voz británica reapareció. -Rothera a McMurdo. Rothera a McMurdo. -Estamos aquí, Rothera.

– Escuchadme: no tenemos a nadie en Larsen B…

– Ah, qué pena.

– … pero tenemos a alguien en el mar de Larsen B. Crrrrrrrrr.

– ¿Cómo?

– Tenemos un barco en el mar de Larsen B.

– ¿Ah, sí?

– Es el RRS James Clark Ross, el barco de investigación que se encuentra al servicio del British Antarctic Survey. El comandante Nicholls está sintonizando nuestra frecuencia en este momento. ¿Necesitáis hablar con él?

– Sí, sí, por favor.

– Rothera a James Clark. ¿Me oye?

– Perfectamente, Rothera. Aquí el capitán Nicholls.

– McMurdo necesita decirle algo. -Una inflexión de tono, para señalar el cambio de interlocutor-. Go on, McMurdo. Dawson pulsó el botón.

– McMurdo al capitán Nicholls. -Estoy aquí.

– Capitán, nos han llegado informaciones inquietantes sobre el comportamiento de la plataforma de hielo de Larsen. Rothera me ha dicho que usted está cerca.

– Así es.

– ¿Puede verla?

– Sí, sí. Se encuentra allí al fondo. La estoy viendo.

– ¿Nota algo anormal?

– ¿A cuál de las plataformas se refiere? ¿La B o la C?

– Larsen B, capitán.

– Un momento, voy a usar los prismáticos.

Crrrrrrrrr.

– ¿Y? ¿La está viendo?

Crrrrrrrrr.

– Pues… sí… Quiero decir…, no lo sé.

– ¿Y?

Crrrrrrrrr.

– Hay…, hay algo extraño. No lo sé… Espere.

– ¿Capitán Nicholls?

Crrrrrrrrr.

– Estoy viendo una nube que se eleva desde el…, desde la plataforma.

– ¿Una nube?

– Parece…, qué sé yo, parece vapor.

– ¿Una nube de vapor?

Crrrrrrrrr.

– ¡Dios mío!

– ¿Capitán Nicholls?

– La plataforma… La plataforma…

– ¿Qué ocurre?

– ¡Dios mío!

– ¿Qué ocurre?

Crrrrrrrrr.

– ¡La plataforma está desmoronándose!


La trepidación era permanente, pero no les impidió a Lawson y a Radzinski dormir un poco. Llevaban varias horas de vuelo, que parecía no acabar nunca, aunque los dos científicos estaban resignados a ello; al final, antes de embarcar, ambos sabían que aquél no era el más confortable de los aviones. El Hércules C-130 siempre fue un aparato muy seguro, el único avión de carga capaz de aterrizar sin problemas en el Polo Sur, pero, con sus cuatro motores de hélice, asientos rudimentarios y aquella vibración ruidosa, difícilmente sería la opción más popular entre los amantes de la clase ejecutiva.

Dawson se mantuvo encogido en su parka roja, con los auriculares pegados a los oídos para ahogar el rumor permanente del avión, y los ojos cerrados en un cabeceo leve y agitado. Al despertarse por algún que otro traqueteo, miró dos veces más por la ventanilla, intentando vislumbrar algo nuevo en la vasta altiplanicie de la Antártida; pero la imagen era la misma de siempre, una extensa sábana de nieve perdiéndose más allá del horizonte, encorvándose aquí y allá en montañas, abriéndose en hermosos desfiladeros, una mancha lechosa reluciendo al sol, que brillaba bajo en el cielo eternamente azul. El paisaje sería fascinante para un recién llegado, pero la verdad es que ya no representaba una novedad para él. Además, tenía en la mente otras preocupaciones.

Sintió un movimiento y abrió los ojos. El teniente Schiller se inclinaba sobre él y le hacía un gesto. Dawson se quitó los auriculares, que lo aislaban del ruido del avión.

– Estamos llegando -anunció el ingeniero de vuelo, casi gritando, e hizo un gesto con la mano-. Venga a ver.

Dawson siguió a Schiller por la carga del aparato y Radzinski fue detrás. Subieron los escalones y después al cockpit, donde se encontraban los dos pilotos y el navegante. El C-130 trepidaba y se balanceaba, por lo que los recién llegados tuvieron que agarrarse a los apoyos de seguridad para no perder el equilibrio.

El piloto los vio entrar e hizo una seña por la ventanilla, apuntando hacia abajo. Dawson estiró la cabeza y vio extenderse la península Antártica por el mar, rompiendo las aguas como una daga; era la protuberancia aguzada de la Antártida que apuntaba hacia el norte y casi tocaba el extremo de América del Sur. Los glaciares bajaban por las cuestas y se detenían abruptamente sobre las aguas, como si fuesen yogures blancos con focos de un color azul turquesa fluorescente destellando en las hendiduras; múltiples islas e icebergs salpicaban la costa sinuosa en los estrechos y bahías entre la península y el mar de Bellingshausen, tanto, tanto hielo que la navegación se volvía allí imposible sin un poderoso rompehielos.

El copiloto viró a la derecha, el avión cruzó la estrecha cordillera de montañas y, en cuanto llegó al otro lado, redujo la altitud. El piloto señaló específicamente un punto de la península.

– ¡Fíjese allí!

Dawson centró su atención en el lugar indicado. Observó la pantalla arrugada del mar de Weddell, el agua azul oscuro, casi negro, salpicada por bloques blancos, y buscó la familiar superficie láctea de la plataforma de hielo.

Asombro.

La mancha nívea, aquel espejo brillante y cristalino que se había acostumbrado a encontrar entero entre las montañas nevadas y el mar tormentoso, como una mancha de leche volcada en un plato, ya no existía. El espejo se había fracturado en mil pedazos, la plataforma se deshacía como cristal hecho añicos; en vez de la superficie vítrea que llenaba su memoria de aquel sitio, veía millares y millares de astillas blancas, agujas de hielo esparcidas sobre el mar, como porexpán desmigajado en mil trozos.

– Good Lord! -murmuró Dawson aterrorizado.

Toda la tripulación del C-130 contemplaba el espectáculo, los ojos fijos en aquella imagen, como si las agujas de hielo fuesen un péndulo que hipnotizara a todos, un poderoso imán al que no podían ni sabían resistirse.

– Larsen B ha desaparecido -observó el piloto, aún digiriendo lo que veía allí abajo-. lt's just fucking gone!

Radzinski cogió la cámara de vídeo y comenzó a registrar las imágenes. El Hércules C-130 hizo varios recorridos sobre el lugar, unas veces en vuelos rasantes, otras a gran altura, como para permitir la observación del fenómeno desde varias perspectivas diferentes. Dos veces pasaron sobre la base argentina de Marambio y una vez cerca del barco británico RRS James Clark Ross, que deambulaba por entre los bloques de hielo a la deriva en el mar de Weddell, pero todos fijaban la atención en aquel espectáculo aterrador: los miles de icebergs en que se había transformado Larsen B.