José Rodrigues dos Santos

El códice 632

A Florbela, Catarina e Ines: mis tres mujeres.


Изображение к книге El códice 632


Prólogo

Cuatro.

El viejo historiador no sabía, no podía saber, que sólo le quedaban cuatro minutos de vida.

El ascensor del hotel lo esperaba con las puertas abiertas y el hombre pulsó el botón de la planta duodécima. Inició el viaje y se admiró frente al espejo. Se encontró acabado: se vio calvo en la coronilla, sólo le quedaba pelo detrás de las orejas y en la nuca; y eran pelos quebradizos, blancos como la nieve, tan blancos como la barba rala que escondía su cara delgada y enjuta, surcada por arrugas profundas. Estiró los labios y analizó sus dientes descuidados, amarillos de tan opacos, con excepción de los implantes, los únicos que reflejaban una salud nívea de marfil.

Tres.

Un «tin» suave fue la forma que encontró el ascensor para anunciarle que habían llegado a su destino, era necesario que el ocupante saliera y se enfrentase a su muerte, porque él, el ascensor, tenía más huéspedes que atender. El viejo pisó el pasillo, giró a la izquierda, buscó la llave en el bolsillo con la mano derecha y la encontró; era una tarjeta blanca de plástico con el nombre del hotel en un lado y una cinta oscura en el otro; la cinta contenía el código de la llave. El viejo colocó la tarjeta en la ranura de la puerta, se encendió una luz verde en la cerradura, giró el picaporte y entró en la habitación.

Dos.

Le recibió el vaho seco y helado del aire acondicionado y se le erizó el vello por aquel frío agradable; pensó en lo bueno que era sentir aquella frescura después de toda una mañana sometido al calor abrasador de la calle. Se inclinó sobre el frigorífico, abrió la puerta, sacó el vaso con el zumo y se acercó al ancho ventanal. Con un suspiro tranquilo admiró los edificios altos y anticuados de Ipanema. Justo enfrente se erguía un pequeño bloque blanco de cinco pisos; bajo el sol caliente del comienzo de la tarde centelleaba en la terraza una piscina de agua azul turquesa, incitadora y refrescante. Al lado se alzaba un edificio oscuro más alto, con amplios balcones llenos de sillas y tumbonas; los morros, al fondo, formaban una barrera natural que rodeaba la selva de cemento con sus curvos contornos verdes y grises; el Cristo Redentor saludaba de perfil en el Corcovado, figurilla esbelta y ebúrnea que abrazaba a la ciudad desde lo alto, frágil y minúscula, manteniendo el equilibrio sobre el abismo del macizo arbóreo del morro más alto de la ciudad, cerniéndose en la cresta del mirador, encima de un pequeño manojo blanquecino de nubes que se había adherido a la cima del promontorio.

Uno.

El viejo se llevó el vaso a la boca y sintió bajar suavemente el líquido anaranjado por la garganta, dulce y fresco. El zumo de mango era su bebida favorita, especialmente porque el azúcar acentuaba el regusto meloso del fruto tropical. Además, las fábricas de zumos producían un zumo puro, sin agua, con la fruta pelada en el momento; de este modo, el zumo de mango llegaba compacto, las hebras del fruto mezcladas con el líquido espeso y vigorizante. El viejo bebió el zumo hasta el final, con los párpados cerrados, saboreando el mango con una lenta gula. Cuando acabó, abrió los ojos y observó con placidez el azul resplandeciente de la piscina en la terraza del edificio frontero de la habitación. Fue la última imagen que contempló.

Dolor.

En ese instante, le estalló en el pecho un dolor desgarrador; se retorció convulso, se dobló sobre sí mismo y se agitó en un espasmo imposible de controlar. El dolor se hizo insoportable y el hombre cayó al suelo, fulminado; reviró los ojos, que acabaron fijos y vidriosos en el techo de la habitación, inmóviles, el cuerpo boca arriba, los brazos abiertos y las piernas estiradas, temblando en una postrera contracción.

Ese mundo, el suyo, había llegado a su fin.


Capítulo 1

– ¿Qué? ¿Quieres otra vez tostadas con mantequilla?

– Quero.

– ¿Otra vez?

Tomás suspiró pesadamente. Fastidiado, clavó la mirada en su hija, con actitud de reprobación, como si la estuviese invitando a cambiar de idea. Pero la niña asintió con un movimiento de cabeza, ignorando olímpicamente la irritación de su padre.

– Quero.

Constanza miró con reproche a su marido.

– Oye, Tomás, déjala que coma lo que quiera.

– Pero es que siempre es lo mismo, me tiene harto. Siempre tostadas con mantequilla, tostadas con mantequilla, todos los días -protestó enfatizando la palabra «todos». Puso una mueca de asco-. Ya no aguanto su olor, me da náuseas.

– Pero ella es así, ¿qué quieres?

– Lo sé -farfulló Tomás-. Pero al menos podría intentar cambiar, ¿no? -Después añadió, alzando el índice derecho-: Por lo menos una vez en la vida. Una. No pido más. Sólo una.

Se hizo el silencio.

– Quero totadas con mantequilla -murmuró la hija, imperturbable.

Constanza salió de la cocina, cogió de la bolsa dos rebanadas de pan de molde sin corteza y las colocó en la parrilla de la tostadora.

– Ya va, Margarida. Mamá ya te va a dar las tostadas, hija mía.

El marido se recostó en la silla y suspiró con desaliento.

– Además, come más que un sabañón. -Hizo un gesto de fastidio con la cabeza-. Mírala, mira cómo se pringa toda la comilona. Hasta babea mirando la tostada.

– Ella es así.

– Pero no puede ser -exclamó Tomás, meneando la cabeza-. Acabará con nuestro presupuesto comiendo de esa manera. No ganamos lo suficiente.

La madre calentó la leche en el microondas, le añadió dos cucharadas de chocolate en polvo y dos cucharadas de azúcar, la revolvió y puso el vaso sobre la mesa. Instantes después, la tostadora hizo el tradicional clic, que anunciaba que las tostadas estaban listas. Constanza las sacó de la tostadora, las untó con un poco de margarina y se las dio a su hija, que enseguida se las llevó a la boca con la parte de la margarina hacia abajo, como era habitual en ella.

– ¡Ñam, qué madavilla! -gimió Margarida, saboreando las tostadas calientes. Cogió el vaso y bebió un poco más de chocolate con leche; cuando dejó el vaso, tenía un bigote de chocolate sobre los labios-. ¡Mubueno!


Padre e hija salieron del apartamento diez minutos después. La mañana había amanecido fría y ventosa: la brisa soplaba del norte, desagradable, y agitaba los chopos con un rumor intranquilo, nervioso; cubrían el automóvil gotas de agua, cristalinas y relucientes, y el asfalto se presentaba con pequeñas sábanas mojadas; parecía que había llovido, pero eran, finalmente, los vestigios del manto de humedad que había caído durante la noche, empañando cristales y depositándose aquí y allá, minúsculos lagos dispersos casi por toda la ciudad de Oeiras.

Tomás llevaba la cartera en una mano y aferraba con la otra los deditos de la niña. Margarida llevaba una falda clara de mahón y una chaqueta azul oscura, y cargaba con desenvoltura la mochila en su espalda. El padre abrió la puerta del pequeño Peugeot blanco, instaló a Margarida en el asiento trasero, acomodó la mochila y la cartera en el suelo del coche y se sentó al volante. Después, conectó la calefacción, dio marcha atrás y arrancó. Tenía prisa, la hija iba con retraso al colegio y a él no le quedaba otro remedio que superar los atascos matinales para ir a dar una clase a la facultad, en pleno centro de Lisboa.

En el primer semáforo, observó por el espejo retrovisor. En el asiento trasero, Margarida devoraba el mundo con sus grandes ojos negros, vivos y ávidos, contemplando a las personas cruzar las aceras y sumergirse en el nervioso bullicio de la vida. Tomás intentó verla como la vería un extraño, con esos ojos rasgados, el pelo fino y oscuro y ese aspecto de asiática regordeta. ¿La llamarían «subnormal»? Estaba seguro de que sí. ¿No era así, al fin y al cabo, como él antes los llamaba, cuando los veía en la calle o en el supermercado? «Subnormales; imbéciles; retrasados mentales.» Qué irónicas vueltas daba la vida.

Se acordaba, como si hubiese sido ayer, de aquella mañana primaveral, nueve años atrás, cuando llegó a la maternidad, efusivo y excitado, rebosante de alegría y entusiasmo, sabiendo que era padre y deseando ver a la hija que había nacido aquella madrugada. Se fue corriendo a la habitación con un ramo de madreselvas en la mano, abrazó a su mujer y besó a la niña recién nacida, la besó como a un tesoro, y se conmovió al verla así, encogida en la cuna, con las mejillas rosadas y el aire risueño, parecía un Buda minúsculo y soñoliento, tan sabia y tranquila.

No duró media hora ese momento de felicidad plena, trascendente, celestial. Al cabo de veinte minutos, entró la doctora en la habitación y, haciéndole una señal discreta, lo llamó a su despacho. Con aire taciturno, comenzó preguntándole si tenía antepasados asiáticos o con características especiales en los ojos; a Tomás no le gustó la conversación y, de modo seco y directo, le repuso que, si tenía algo que decirle, que se lo dijese. Fue entonces cuando la doctora le explicó que antiguamente se decía que determinado tipo de persona era mongólica, expresión caída en desuso y sustituida por la referencia al síndrome de Down o a la trisomía 21.

Fue como si le hubiese dado un puñetazo en el estómago. Se le abrió el suelo bajo los pies, el futuro se hundió en una tiniebla sin retorno. La madre reaccionó con un mutismo profundo, se quedó mucho tiempo sin querer hablar del tema, los planes para su hija se habían desmoronado con aquella terrible sentencia. Llegaron a vivir una semana de tenue esperanza, mientras el Instituto Ricardo Jorge efectuaba el cariotipo, la prueba genética que despejaría todas las dudas; pasaron esos días intentando convencerse de que había habido un error. Al fin y al cabo, a Tomás le parecía que la pequeña tenía expresiones de la abuela paterna y Constanza identificaba señales características de una tía; seguro que los médicos se habían equivocado, ¡cómo es posible que esta niña sea una retrasada mental! ¡Hay que tener cara, francamente, para sugerir semejante cosa! Pero una llamada telefónica, efectuada ocho días después por una técnica del instituto, con las fatídicas palabras «la prueba ha dado positivo», supuso la sentencia irrefutable.

El choque resultó fatal para la pareja. Ambos habían vivido varios meses proyectando esperanzas en aquella hija, nutriendo sueños en la niña que los prolongaría, que los trascendería más allá de la vida; ese castillo se deshizo con aquellas pocas palabras secas. Sólo quedó la incredulidad, la negación, la sensación de injusticia, el torbellino incontrolable de la rebeldía. La culpa era del obstetra que no se había dado cuenta de nada, era de los hospitales que no estaban preparados para aquellas situaciones, era de los políticos que no querían saber nada de los problemas de las personas, era, al fin, de la mierda de país que tenemos. Después vino la sensación de pérdida, un profundo dolor y un insuperable sentimiento de culpa. ¿Por qué yo? ¿Por qué mi hija? ¿Por qué? La pregunta se formuló mil veces y aún ahora Tomás se descubría a sí mismo repitiéndola. Pasaron noches en blanco interrogándose sobre qué habían hecho mal, preguntándose sobre sus responsabilidades, en busca de errores y de faltas, de responsables y de culpables, de razones, del sentido de todo aquello. En una tercera fase, las preocupaciones dejaron de centrarse en sí mismos y comenzaron a volcarse en la hija. Se preguntaron sobre su futuro. ¿Qué haría ella de su vida? ¿Qué sería de ella cuando fuese mayor y ya no tuviese a sus padres para ayudarla y protegerla? ¿Quién se ocuparía de su hija? ¿Cómo conseguiría el sustento? ¿Viviría bien? ¿Sería autónoma?

¿Sería feliz?

Llegaron a desear su muerte. Un acto de caridad divina, sugirieron. Un acto de misericordia. Sería tal vez mejor para todos, mejor para ella misma, ¡le ahorraría tanto sufrimiento innecesario! ¿No se dice, al fin y al cabo, que no hay mal que por bien no venga?

Una sonrisa de bebé, un simple intercambio de miradas, la belleza inocente y todo de repente se transformó. Como en un truco de magia, dejaron de ver en Margarida a una subnormal y comenzaron a reconocer en ella a su hija. A partir de entonces concentraron todas sus energías en la niña, nada era demasiado para ayudarla, vivieron hasta con la ilusión de que llegarían a «curarla». Su vida se convirtió, desde entonces, en un vértigo de institutos, hospitales, clínicas y farmacias, con periódicos exámenes cardiológicos, oftalmológicos, audiométricos, de la tiroides, de la inestabilidad atlantoaxial, un sinfín de análisis y pruebas que agotaron a todos. En medio de aquella vida, fue un verdadero milagro que Tomás pudiera acabar su doctorado en Historia, se le hizo increíblemente difícil estudiar criptoanálisis renacentista, con sus fatigas y carreras hacia médicos y analistas. Escaseaba el dinero, su sueldo en la facultad y lo que ella ganaba dando clases de artes visuales en un instituto apenas alcanzaban para los gastos diarios. Hechas las cuentas, tamaño esfuerzo tuvo consecuencias inevitables en la vida de la pareja; Tomás y Constanza, absorbidos por sus problemas, casi dejaron de tocarse. No había tiempo.

– Papá, ¿vamo'a cantar?

Tomás se estremeció, y regresó al presente. Volvió a mirar por el espejo retrovisor y sonrió.

– Me parecía que ya te habías olvidado, hija. ¿Qué quieres que cante?

– Aquella de «Ma'ga'ida me miras a mí».

El padre carraspeó, afinando la voz:


Yo soy una Margarita,

flor de tu jardín.

Soy tuya,

papá.

Yo sé que me miras a mí.


– ¡Viva! ¡Viva! -exclamó ella, eufórica, aplaudiendo-. Ahora «Zé apeta el lazo».


Aparcó en el garaje de la facultad, aún semidesierta a las nueve y media de la mañana. Cogió el ascensor hasta la sexta planta, fue a revisar la correspondencia al despacho y a buscar las llaves a la secretaría, bajó por las escaleras hasta el tercero, pasando por entre las estudiantes que se aglomeraban en el vestíbulo y parloteaban ruidosamente entre sí. Su presencia suscitaba susurros excitados entre las chicas, a quienes Tomás les parecía un galán, un hombre alto y atractivo, de treinta y cinco años y ojos verdes chispeantes; eran esos ojos la herencia más notoria de su hermosa bisabuela francesa. Abrió la puerta de la sala T9, tuvo que pulsar una serie de interruptores para que se encendieran todas las luces y puso la cartera sobre la mesa.

Los alumnos entraron en tropel, en medio de un murmullo matinal, desparramándose por la pequeña sala en grupos, más o menos todos en los lugares habituales y junto a los compañeros de costumbre. El profesor sacó los apuntes de la carpeta y se sentó; provocó un compás de espera, aguardando a que los estudiantes se instalasen y a que entraran los más rezagados. Estudió aquellos rostros que conocía hacía apenas poco más de dos meses, tiempo que había transcurrido desde el comienzo del curso lectivo. Sus alumnos eran casi todos chicas, unas aún soñolientas, algunas bien arregladas, la mayoría algo desaliñadas, más en la onda intelectual, preferían pasar el tiempo quemándose las pestañas que pintándolas. Tomás ya había aprendido a hacer su retrato ideológico. Las desaliñadas tendían a ser de izquierdas, privilegiaban la sustancia y despreciaban la forma; las más cuidadas eran generalmente de derechas, católicas y discretas; las amantes de los placeres de la vida, maquilladas y perfumadas, no querían saber nada de política ni de religión, su ideología era encontrar a un muchacho prometedor como marido. El murmullo se prolongó, pero los rezagados se hicieron raros, aparecían ya con cuentagotas.