Sam Bourne

El Testamento Final


Prólogo

Bagdad, abril de 2003


La multitud empujaba en esos momentos con más fuerza, como si hubiera olido la sangre. Cargaron contra la zona porticada y empujaron con la suma de su peso las grandes puertas de roble hasta que se derribaron con estrépito. Cuando se precipitaron dentro, Salam avanzó con ellos. No fue una decisión voluntaria. Sencillamente, formaba parte de una fiera en movimiento compuesta por hombres, mujeres y niños, algunos incluso más pequeños que él. Eran una bestia colectiva que rugía poderosamente.

Irrumpieron en la primera sala, muy espaciosa. El cristal de las vitrinas brillaba con la luz plateada de la luna que atravesaba los altos ventanales. Hubo una breve pausa, como si la bestia estuviera recobrando el aliento. Salam y sus compañeros bagdadíes contemplaron la escena que se desplegaba ante ellos. El Museo Nacional de Antigüedades, que había sido uno de los orgullos de Saddam Hussein, rebosante de joyas de Mesopotamia, yacía a su disposición. No había un solo guardia a la vista. Hacía horas que los últimos miembros del personal del museo habían abandonado sus puestos, y los vigilantes habían huido al ver la turba que se acercaba.

Un mazo se estrelló contra un cristal y quebró el breve instante de silencio. Fue la señal. Un ruido ensordecedor se adueñó de la sala cuando uno tras otro, entre gritos, blandieron pistolas, mazas, hachas, palos' y hasta trozos de metal arrancados de los coches convertidos en chatarra…, cualquier cosa que pudiera servirles para sacar aquellos valiosos objetos de sus urnas.

Las vitrinas fueron hechas añicos una tras otra. Las estatuas de marfil cayeron, las antiguas cerámicas se hicieron pedazos contra el suelo. En la sala, arropada normalmente por la quietud del museo, resonó el estruendo de la piedra y el vidrio al romperse y de los disparos de los más impacientes que hacían saltar a tiros las cerraduras que se les resistían. Salam se fijó en dos hombres bien vestidos que se aplicaban metódicamente con material profesional para cortar vidrio.

El suelo se estremecía con las sucesivas oleadas de gente que irrumpían en el museo; pasaban de largo por la primera sala y buscaban nuevos objetos que rapiñar en cualquier otro sitio. Chocaban con los ansiosos que salían, llevándose su precioso botín en carretillas, cochecitos de niño, bicicletas o en cajas y bolsas de plástico. Salam reconoció a un amigo de su padre; huía con el rostro arrebolado y los bolsillos repletos.

El corazón le latía a toda prisa. En sus quince años de vida no había visto a nadie comportarse de aquel modo. Hasta hacía bien poco, toda la gente a la que él conocía se movía despacio, con la cabeza gacha y los ojos vigilantes. En el Irak de Saddam Hussein más te valía no infringir las normas y no llamar la atención. Sin embargo, ahora, esa misma gente -sus vecinos- se dejaba llevar por un impulso salvaje, robaban cuanto podían y destruían el resto.

Metió la mano en una urna para coger un collar hecho de piedras preciosas de color ámbar y naranja pálido, pero alguien le sujetó la muñeca antes de que pudiera alcanzarlo: una mujer de mediana edad, de ojos llameantes, lo inmovilizó con la mano derecha mientras cogía el collar con la izquierda. Salam retrocedió unos pasos.

Pensó que era como el saqueo de una ciudad de la antigüedad: una orgía impulsada no por la lujuria, sino por la codicia, en la que los participantes satisfacían un apetito reprimido durante décadas. De repente lo empujaron otra vez hacia delante. Un nuevo grupo de saqueadores había llegado y se dirigía hacia la escalera.

Salam fue arrastrado por ellos cuando bajaron: había corrido el rumor de que el personal del museo había guardado las piezas más valiosas en los almacenes del sótano. Vio a un grupo de hombres alrededor de una puerta que acababan de arrancar de sus bisagras. Tras ella se veía una pared de bloques de hormigón; el cemento aún estaba fresco. Primero un hombre, luego dos, empezaron a aporreada con mazos. Otros se les unieron utilizando barras de hierro e incluso los hombros. Entonces se volvieron hacia Salam.

– ¡Vamos! -y le pasaron la pata metálica de una mesa.

La improvisada pared no tardó en ceder como un castillo de arena golpeado por una ola. El cabecilla del grupo se introdujo por el agujero y al instante empezó a reírse. Otros se le unieron rápidamente. Salam no tardó en ver la razón de su alegría. La estancia que había al otro lado de la pared estaba llena de tesoros: tallas en piedra de reyes y princesas, grabados de carneros y bueyes, estatuas de mujeres y deidades nubias, jarrones de cerámica, urnas y cuencos. Había zapatos de cobre, fragmentos de tapices y, en una pared, un friso en el que unos soldados luchaban en una guerra hacía mucho tiempo olvidada.

Salam llegó a ver algunas de las etiquetas pegadas en aquellos tesoros ocultos. Una identificaba una «Lira de la ciudad sumeria de Ur, con cabeza de toro dorada, fechada en 2400 a.n.e.» La lira no tardó en desaparecer. También leyó: «Cáliz tallado en piedra arenisca de Warka, fechado en 3000 a.n.e.». Salam vio cómo iba a parar al fondo de una bolsa de deporte. Hicieron falta dos hombres para mover una «Estatua representando al rey Entemena de Ur, fechada en 2430 a.n.e.», y un tercero para sacarla por el agujero de la pared. Salam recordó lo que le habían enseñado en el colegio: el Museo de Bagdad albergaba tesoros de más de cinco mil años de antigüedad. «Dentro de ese museo se halla no solo la historia de Irak, sino la historia de la humanidad», les había dicho el maestro.

Sin embargo, en esos momentos el museo parecía un mercado de verduras donde los clientes manoseaban los productos. Salvo que ahí no se trataba de tomates aplastados ni de pepinos medio podridos, sino de obras de arte y utensilios que habían sobrevivido desde los albores de la civilización.

Salam oyó gritos. Dos de los cabecillas del grupo discutían.

Uno golpeó al otro y ambos se enzarzaron en una pelea y tiraron al suelo una estantería metálica llena de vasijas de terracota que se hicieron pedazos. Alguien sacó un cuchillo; un hombre dio un fuerte empujón a Salam por la espalda, hacia el tumulto. Instintivamente, el chico se revolvió, salió a toda prisa por la abertura de la pared y echó a correr.

Bajó por la escalera, oía alboroto en cada piso. Cada una de las dieciocho galerías del museo estaba siendo objeto de pillaje. El ruido lo asustó.

Siguió bajando, planta tras planta, hasta que-consiguió dejar atrás a la multitud. Nadie se molestaba en llegar tan abajo habiendo arriba tantos objetos valiosos al alcance de la mano. Allí estaría a salvo de la muchedumbre.

Empujó una puerta, y esta se abrió suavemente. En la penumbra vio unas cuantas cajas que alguien había volcado y cuyo contenido estaba desparramado por el suelo. Quienquiera que fuese el responsable había hecho bien en no entretenerse allí: no era más que un despacho. Vio unos cuantos cables arrancados que colgaban como las raíces de un árbol derribado. Alguien había robado el teléfono, el fax y había dejado el resto.

Tal vez se les había pasado algo por alto, pensó Salam. Abrió los cajones de la mesa con la esperanza de encontrar una estilográfica de oro o una caja con monedas. Pero lo único que encontró fueron papeles viejos.

Le quedaba un cajón grande por abrir. Tiró y lo dejó estar.

Cerrado.

Se encaminaba hacia la puerta cuando el pie se le enganchó en algo. Miró hacia abajo y vio una piedra del suelo que parecía: estar suelta. Su mala suerte de siempre. Las demás eran lisas y regulares. Sin pensar en lo que hacía, metió los dedos en las ranuras y levantó la losa. Estaba demasiado oscuro para ver nada, de modo que tanteó con la mano y se le hundió en un agujero es…, trecho y profundo.

Entonces notó algo duro y frío al tacto. Una caja de latón. ¡Por fin dinero!

Tuvo que tumbarse, con la mejilla pegada al suelo, para llegar al fondo del agujero. Sus dedos se esforzaron por aferrar su presa. Le costó levantar la caja, pero al final consiguió sacarla. Estaba cerrada, pero su contenido era demasiado silencioso para tratarse de monedas y demasiado pesado para que fueran billetes.

Se levantó y miró alrededor en la penumbra hasta que vio encima de la mesa lo que le pareció un abrecartas. Clavó la punta en la delgada hojalata de la tapa e hizo palanca contra el metal. Repitió la operación en todo un lado de la tapa y abrió la caja como si fuera una lata de alubias. La volcó y consiguió que saliera el objeto que había dentro. El corazón le palpitaba al galope.

Pero nada más verlo se llevó un chasco. Se trataba de una tablilla de barro con algunos garabatos grabados, como tantas otras que había visto aquella noche, muchas de las cuales habían acabado hechas trizas en el suelo. Salam estaba a punto de dejarla allí cuando de repente dudó. Si alguien del museo se había tomado tantas molestias para esconder aquel trozo de barro seco, quizá tuviera algún valor.

Subió corriendo por la escalera hasta que vio la luz de la luna. Había salido a la parte de atrás del museo, donde vio una nueva multitud de saqueadores que se abrían paso. Esperó a ver un hueco y salió por las puertas medio desencajadas. Corriendo como un loco, se perdió en la noche de Bagdad llevando consigo un tesoro cuyo verdadero valor nunca llegaría a conocer.


Capitulo 1

Tel Avív, sábado por la noche. Varios años después

Allí estaba la muchedumbre de siempre: los radicales de izquierda, los hombres con el pelo largo después de haber pasado un año viajando por la India, las chicas con piercings de diamantes en la nariz; la gente que siempre acudía a aquellos encuentros de los sábados por la noche. Juntos cantarían las conocidas canciones -«Shir shalom», Canción por la paz- y sostendrían los símbolos de siempre: las velas, abrigadas por las manos; o los retratos de Yitzhak Rabin, el héroe asesinado que había dado su nombre a aquel pedazo de terreno sagrado años atrás. Formarían un círculo en el centro de la plaza Rabin y repartirían panfletos y pegatinas o tocarían sus guitarras y las melodías flotarían en el cálido aire de la noche mediterránea.

Fuera de lo que era el núcleo principal, había rostros nuevos y menos conocidos. Para los veteranos de aquellas reuniones pacifistas, la visión más sorprendente eran las filas de Mizrachim, los judíos norteafricanos de clase trabajadora que habían llegado a pie o haciendo autostop desde algunos de los rincones más pobres de Israel. Desde siempre se contaban entre los votantes de tendencia más dura. «Conocemos a los árabes», decían, refiriéndose a sus raíces en Marruecos, Túnez o Irak, «sabemos cómo son». Duros y siempre alerta ante sus vecinos palestinos, la mayoría de ellos solían mofarse de los izquierdistas que acudían a esas manifestaciones. Sin embargo, allí estaban.

Las cámaras de televisión -de la TV israelí, la BBC, la CNN y el resto de principales cadenas internacionales- recorrieron la multitud, descubriendo más rostros inesperados y banderas con lemas en ruso agitadas por emigrantes judíos llegados de la antigua Unión Soviética, otro sector habitualmente partidario de la línea dura. Un cámara de la NBC encuadró una toma que hizo que su director soltara un silbido de entusiasmo: un hombre tocado con una kipá, el casquete de los judíos practicantes, junto a una mujer negra de origen etíope, ambos rostros iluminados por el resplandor de las velas que sostenían.

Unas cuantas filas más atrás había un hombre mayor en el que las cámaras no se habían fijado. No sonreía, y su rostro estaba contraído por una expresión de determinación. Se palpó bajo la chaqueta: seguía allí.

En la plataforma erigida provisionalmente para la ocasión había una hilera de reporteros que describían la escena para las audiencias de todo el globo. Uno de ellos, estadounidense, hablaba más alto que los demás.

– Estamos con ustedes en Tel Aviv en la que se considera una noche histórica para los israelíes y los palestinos. Dentro de unos días los dirigentes de ambos pueblos se reunirán en Washington, en los jardines de la Casa Blanca, para firmar un acuerdo que pondrá punto final a más de un siglo de conflictos. En estos momentos, las dos partes están hablando a puerta cerrada en Jerusalén, a menos de una hora de aquí, tratando de llegar a un acuerdo sobre lo que será la letra pequeña del tratado de paz. ¿Y dónde se desarrollan esas conversaciones? Bien, Katie, el lugar no podría ser más simbólico: se trata de Government House, el antiguo cuartel general de los británicos cuando' gobernaban el territorio, y se alza en el límite que separa el Jerusalén Oriental, predominantemente árabe, de la parte oeste de la ciudad, básicamente judía.

»Pero esta noche la acción está aquí, en Tel Aviv. El primer ministro israelí ha convocado esta manifestación para decir "Ken l'shalom", o "Sí a la paz", una iniciativa política destinada a demostrar al mundo y a los escépticos dentro de su propio país, que cuenta. con el respaldo necesario para llegar a un acuerdo con el enemigo histórico de Israel.

»Hay militantes de la oposición que afirman, enojados, que el primer ministro no tiene derecho a realizar las concesiones que se rumorea están sobre la mesa: devolver los territorios de Cisjordania, desmantelar los asentamientos judíos de los territorios ocupados y, sobre todo, dividir Jerusalén. Este último punto, Katie, constituye el principal escollo. Hasta el momento Israel había insistido en que Jerusalén debía seguir siendo su capital, como una ciudad unida, para toda la eternidad. Para los enemigos del primer ministro, así lo disponen las Sagradas Escrituras, y él está a punto de quebrantarlo, pero… Espera un momento, Katie. Creo que el mandatario israelí acaba de llegar…

Una corriente de energía agitó a la multitud cuando miles de rostros se volvieron para mirar hacia el escenario. El viceprimer ministro se acercó a los micrófonos entre educados aplausos. Aunque nominalmente era colega de partido del primer ministro, la multitud allí presente sabía que había sido desde siempre uno de sus más enconados rivales.

Habló demasiado, y solo consiguió ovaciones cuando dijo: «En conclusión…», Por fin, presentó al jefe, repasó sus logros, lo alabó como hombre de paz y luego tendió la mano y le pidió que subiera al estrado. Cuando el primer ministro apareció, la multitud estalló. Al menos treinta mil personas prorrumpieron en gritos y aplausos. Lo que expresaban no era afecto por él, sino por lo que se disponía a hacer, por lo que, según la opinión general, solo él podía hacer. Nadie más tenía credibilidad para llevar a cabo los sacrificios necesarios. En cuestión de días, al menos así lo esperaban todos, él pondría fin al conflicto que había marcado la vida de cada uno de ellos.