Andrea Camilleri

El Primer Caso De Montalbano

Título original: La prima indagine di Montalbano

Traducción: María Antonia Menini Pagès


Siete lunes


1

Los dos hombres que se resguardaban bajo la marquesina de la parada, esperando con más paciencia que un santo la llegada del autobús nocturno de circunvalación, intercambiaron una sonrisita a pesar de no conocerse, pues del interior de una enorme caja de cartón puesta boca abajo en una esquina surgían unos ronquidos tan fuertes y persistentes que ni que aquello fuera una sierra eléctrica. Un pobre desgraciado, un mendigo sin duda, que había encontrado una protección transitoria contra el frío y la lluvia, y que, reconfortado por el poco calor de su propio cuerpo que el cartón retenía, había decidido que lo mejor era cerrar los ojos, mandar al carajo todo el universo y aquí paz y después gloria. Al final llegó el autobús, los dos hombres subieron y el vehículo reanudó la marcha. De pronto apareció un sujeto corriendo:

– ¡Pare! ¡Pare!

El conductor lo vio, pero pasó de largo. El tipo soltó un reniego y consultó el reloj. El siguiente vehículo tardaría una hora en pasar, a las cuatro de la madrugada. El hombre lo pensó un poco y, tras una sarta de maldiciones, decidió recorrer el camino a pie. Encendió un pitillo y echó a andar.

De repente cesaron los ronquidos, la caja de cartón se tambaleó y lentamente asomó la cabeza de un mendigo con un raído gorro encasquetado hasta los ojos. Tumbado en el suelo, volvió la cabeza y escudriñó los alrededores. Cuando tuvo la certeza de que por allí no había ni un alma y las ventanas de las casas de enfrente estaban todas a oscuras, salió a rastras de la caja. Parecía una serpiente mudando la piel. De pie, no daba la impresión de ser tan desgraciado; era de complexión menuda, iba bien afeitado y llevaba un traje gastado pero de buena calidad. Del bolsillo de la chaqueta sacó unas gafas, se las puso, salió de debajo de la marquesina, giró a mano derecha y, tras haber recorrido menos de diez pasos, se detuvo delante de una verja cerrada con una cadena y un abultado candado. Por encima de la verja, un gran rótulo de neón ahora apagado ponía: «Restaurante La Sirenetta – Especialidad en toda clase de pescados.» Empezó a llover. El agua no era muy intensa, pero bastaba para dejarlo a uno calado. El hombre forcejeó con el candado, que tenía más apariencia que sustancia y, en efecto, no opuso una seria resistencia a la ganzúa. Abrió media hoja de la verja, justo lo suficiente para entrar, la cerró a su espalda y volvió a colocar en su sitio la cadena y el candado. El corto sendero que llegaba hasta la entrada del restaurante estaba bien cuidado. Pero el hombre no lo recorrió en su totalidad; a la mitad giró a la derecha y se dirigió al jardín de la parte trasera del local, donde, en cuanto comenzaba a hacer buen tiempo, se colocaban como mínimo treinta mesas. A pesar de la densa oscuridad, el hombre se movía con soltura sin encender la linterna que llevaba. La lluvia lo estaba empapando, pero él no le prestaba atención. Es más, experimentaba un calor tan fuerte como en pleno verano y sentía deseos de quitarse la chaqueta, la camisa y los pantalones para quedarse desnudo bajo la refrescante agua. Seguramente le habían subido unas décimas de fiebre.

El estanque de los peces, orgullo del local, estaba al fondo del jardín, a mano izquierda. Los clientes podían acercarse y elegir personalmente el pescado que les apeteciera comer: provistos de una nasa, tenían que pescarlo ellos mismos. La tarea no siempre resultaba fácil, y entonces se convertía en cosa de risa, una gran diversión; se iniciaba un juego de alusiones y dobles sentidos, sobre todo si en el grupo figuraba alguna mujer. Una diversión que quedaba atenuada en parte cuando les presentaban la cuenta, pues era bien sabido que en aquel restaurante no gastaban bromas con los precios.

De pie junto al borde del estanque, el hombre empezó a murmurar en una especie de susurro irritado y lastimero. La noche era tan cerrada que no veía nada, ni siquiera si el estanque estaba lleno o vacío. Introdujo poco a poco una mano, temiendo absurdamente que un pez, si es que todavía quedaba alguno, pudiera atacarlo y comérsele un dedo. Decidió encender un instante la linterna: apenas un fogonazo, pero bastó para ver el brillo plateado de los peces bajo el agua. Había muchísimos; estaba claro que la víspera habían abastecido el estanque. Eso le facilitaría la tarea, puesto que tendría que atrapar los peces con la nasa prácticamente a ciegas, ya que no le convenía utilizar la linterna. Al otro lado de la calle se elevaba un enorme edificio de unos diez pisos, y era probable que algún imbécil que padeciese de insomnio se asomara por casualidad y, al ver el haz de la linterna, tuviera la ocurrencia de dar la voz de alarma. Estaba completamente sudado. Se quitó la chaqueta, que en cualquier caso le habría obstaculizado los movimientos, la dejó encima de una silla de plástico y lanzó otra ráfaga con la linterna.

En el borde del estanque había por lo menos tres nasas; los muy cabrones de los clientes a veces se dedicaban a competir entre sí, en plan «el que pierde paga por todos». Cogió una, se arrodilló contra el borde, introdujo la nasa sujetándola con ambas manos, describió un amplio semicírculo y la sacó. El peso le indicó que no había pescado nada, pero quiso cerciorarse y buscó a tientas en su interior. Sólo palpó gotas de agua residual. Probó varias veces más, sin éxito alguno.

Se puso en cuclillas muerto de cansancio, respirando tan afanosamente que temió que lo oyeran desde el maldito edificio de enfrente. No podía perder tanto tiempo, tenía que estar fuera del restaurante por lo menos diez minutos antes de que llegara el autobús de circunvalación de las cuatro, habitualmente atestado de personas todavía medio dormidas, claro, pero en condiciones de reconocer a alguien. Se le ocurrió una idea. Agarró la nasa con la mano izquierda, la metió en el agua y trazó un rápido semicírculo, pero antes de terminarlo encendió la linterna con la mano derecha. Tal como suponía: los peces se habían concentrado en la parte del estanque a la que no llegaba la red. Entonces se levantó, cogió otra nasa, se situó en equilibrio en el borde del estanque y esperó cinco minutos para que los peces se calmaran y volvieran a diseminarse por el agua. Contuvo incluso la respiración. Después entró en acción. Mientras describía el consabido semicírculo con la primera nasa, introdujo de golpe la segunda para cortar la huida de los peces.

Lo consiguió, notó que en la red habían entrado por lo menos tres. Arrojó la nasa vacía bajando del borde del estanque, depositó en el suelo la de los peces y los alumbró con la linterna. Distinguió de inmediato un mújol de gran tamaño. Sonrió, se sentó en el reborde y esperó a que los peces dejaran de luchar en vano contra la muerte. Cuando estuvo seguro de que ya no se movían, echó al agua los dos que no le servían y extendió el mújol sobre la orilla del estanque. Luego sacó del bolsillo posterior de los pantalones una pistola, a la que puso silenciador, se colocó la linterna encendida entre los dientes e, inmovilizando el cuerpo del pez con una mano, le pegó un tiro con la otra apuntando en sentido vertical, de tal manera que la bala no lo decapitara pero le hiciera picadillo la cabeza. Apagó la linterna y permaneció inmóvil porque le pareció que, a pesar del silenciador, el disparo había despertado a media Vigàta. Pero no ocurrió nada, no se abrió ninguna ventana, ninguna voz preguntó qué pasaba.

Sacó de otro bolsillo la nota que ya llevaba escrita y la colocó debajo del pez tiroteado.

El autobús de las cuatro se hizo esperar un buen rato y llegó con diez minutos de retraso. Cuando se puso en marcha, entre los adormilados pasajeros se encontraba también el hombre que acababa de asesinar un mújol.

– Dottore, ¿conoce usted el restaurante La Sirenetta, el que hay por la parte del monumento a Luigi Pirandello? -preguntó Fazio aquella mañana del lunes 22 de septiembre, cuando entraba en el despacho de Montalbano.

El comisario estaba de buen humor. La víspera habían tenido frío y lluvia, pero por la mañana había salido un sol todavía agosteño, atemperado por una refrescante brisa. Incluso Fazio daba la impresión de no tener pensamientos muy sombríos.

– Pues claro que lo conozco. Pero no hay por qué presumir de conocerlo. Fui una vez con Livia, simplemente para probar, y me bastó y sobró. Mucho ruido y pocas nueces. Camareros elegantes, servicio aceptable, incluso impecable, cubertería de lujo y cuenta de infarto, pero si vamos al grano, a la sustancia, te diré que sirven unos platos que parecen preparados por un cocinero en coma irreversible.

– Yo jamás he comido allí.

– Y muy bien que has hecho. Pero ¿por qué lo mencionas?

– Porque esta mañana a primera hora el señor Ennicello, el propietario, que además es pariente lejano de mi mujer, me ha llamado aquí para contarme una historia tan rara que ha despertado mi curiosidad. Y he ido al lugar. ¿Sabe que en ese restaurante hay un estanque lleno de peces que…?

– Lo sé, lo sé. Sigue. ¿Qué ha ocurrido?

– Que anoche alguien entró en el restaurante tras forzar el cerrojo, sacó un pez del estanque y le pegó un tiro en la cabeza.

Montalbano lo miró, sorprendido.

– ¡¿Que alguien le disparó a un pez?!

– Sí, señor. Y después, debajo del cadáver… no, del difunto… bueno, de lo que sea, dejó una nota en una cuartilla cuadriculada.

– ¿Y qué ponía?

– Ahí está el busilis. Entre la lluvia, el agua y la sangre del pez, la tinta se disolvió. Y la nota estaba tan empapada que cuando la cogí, medio se desintegró.

– Pero ¿quieres explicarme por qué alguien querría divertirse haciendo esas sandeces, corriendo el riesgo de que lo detengan?

– Con el debido respeto, señor, jerárquicamente es usted quien tendría que explicármelo a mí.

– ¿Estáis seguros de que le pegó un tiro?

– Y tan seguros, incluso encontré la bala en el suelo. La he traído.

Buscó en el bolsillo de la chaqueta, la sacó y se la tendió al comisario, que la examinó.

– No es necesario enviarla a la policía científica -dijo Montalbano-; nos tomarían por imbéciles. Es una siete sesenta y cinco. -La arrojó al interior de un cajón del escritorio.

– Exactamente. En mi opinión, dottore, ha sido un aviso. Será que nuestro amigo Ennicello se ha saltado algún plazo del impuesto.

Montalbano lo miró con escepticismo.

– Con la experiencia que tienes, ¿todavía dices esas chorradas? Si no hubiera pagado el impuesto, le habrían matado todos los peces y, para remachar la cosa, habrían quemado incluso el restaurante.

– Pues entonces, ¿qué puede ser?

– Todo y nada. A lo mejor una apuesta estúpida entre dos clientes, una bobada…

– ¿Y nosotros qué hacemos ahora? -preguntó Fazio tras una pausa.

– ¿Qué pez era?

– Un muletto tan grande como medio brazo mío.

– ¿Un muletto? A ver si nos aclaramos, Fazio. El muletto, mientras no se demuestre lo contrario, ¿no es el mújol?

– Sí, señor dottore.

– ¿Y no es un pez marino?

– Hay también un mújol de agua dulce, pero no es tan sabroso como el de mar.

– No lo sabía.

– Pues claro, dottore. Usted desprecia el pescado de agua dulce. ¿Qué tengo que hacer con Ennicello?

– Muy sencillo. Vuelve al restaurante y di que te entreguen el muletto, que lo necesitas para profundizar en la investigación.

– ¿Y después?

– Te lo llevas a casa y pides que te lo guisen. Te lo aconsejo a la parrilla, pero el fuego no tiene que ser fuerte. Lo rellenas de romero y un poquito de ajo. Aderézalo con salmuera. Tendría que ser comible.

En los días sucesivos hubo en la comisaría la monótona rutina de siempre, exceptuando tres hechos un poco más serios que los demás.

El primero ocurrió cuando el contable Pancrazio Schepis, al regresar a su casa a una hora insólita, descubrió a su mujer, la señora Maria Matildina, tumbada enteramente desnuda en la cama, mientras el famoso Mago de Bagdad, en el mundo civil Salvatore Minnulicchia de Trapani, también desnudo, utilizaba «su sexo a modo de aspersorio», tal como hizo constar Galluzzo en su diligente informe. Superado el primer estupor, el contable sacó el revólver y efectuó cinco disparos contra el mago, al que por suerte alcanzó sólo en el muslo izquierdo.

El segundo, cuando la casa de la nonagenaria Lucia Balduino fue totalmente desvalijada por unos ladrones. Una fulminante investigación de Fazio estableció de manera inequívoca que el ladrón había sido sólo uno: el nieto de la señora Balduino, Filippuzzo Dimora, de dieciséis años, a quien la abuela había negado el dinero para comprarse un ciclomotor.

El tercero, cuando tres almacenes pertenecientes al primer teniente de alcalde Giangiacomo Bartolotta fueron incendiados durante la misma noche; el hecho fue considerado una clara advertencia contra ciertas iniciativas del primer teniente de alcalde, que pasaba por ser un decidido enemigo de la mafia. Bastaron doce horas para establecer que la gasolina utilizada para prender fuego a los almacenes la había adquirido el propio primer teniente de alcalde.

En resumen, entre una cosa y otra transcurrió una semana.


* * *

La noche era oscura y no se veía ni una estrella, el cielo cubierto por cargados nubarrones. El camino estaba bastante impracticable, con afiladas rocas que sobresalían y baches que parecían fosas. El viejo y maltrecho coche avanzaba dando brincos y sacudidas. Por si fuera poco, el hombre que iba al volante sólo encendía los faros de vez en cuando, apenas unos segundos, y después los apagaba. A aquella hora de la noche no era fácil que pasara un automóvil por aquel sendero, y por eso lo mejor era no despertar curiosidad. A ojo de buen cubero debía de faltarle muy poco para llegar. Encendió las luces largas y a unos veinte metros de distancia, a mano derecha, vio un rótulo escrito a mano y clavado en una estaca. Detuvo el coche, apagó el motor y bajó. El aire fresco y húmedo intensificaba la fragancia de la campiña. El hombre respiró hondo y echó a andar, con las manos en los bolsillos. A medio camino lo asaltó un pensamiento. Se paró. ¿Cuánto tiempo había tardado en llegar? ¿Y si fuera demasiado temprano? Había salido del pueblo pasadas las once y media, pero no había tráfico. Como no conseguía calcular cuánto rato había conducido, sacó la linterna del bolsillo y la encendió lo que dura un relámpago, suficiente para consultar su reloj de pulsera: las doce y diez. El nuevo día había empezado hacía diez minutos. Perfecto. Reanudó la marcha.

Esta vez no necesitó un silenciador para disparar. La detonación sólo la oyó algún perro lejano que se puso a ladrar sin mucha convicción, únicamente para demostrar que se ganaba el pan.