Francisco Umbral

Ramón Y Las Vanguardias

© 1978

PRÓLOGO

Lo que acontece es que, en España, llevamos bastantes años -como que pueden contarse por centurias- admitiendo la poesía a contrapelo, sin hallar la manera de que se le haga lugar en el cuadro de las profesiones honorables, salvo si, como antaño, se consume en panegíricos, porque, en tal caso, no suele haber inconveniente para hallarle acomodo en un rincón y destinarle unas migajas. Mas la edad de la alabanza ya ha pasado. Hoy, a la literatura, le da por la acidez y la crítica, por ver las cosas como son y no como conviene que sean, y cuando no se ven así, se dispara el escritor por las alturas y se pone a inventar por cuenta propia mundos, que no se entienden y que no sirven para nada. Y eso, como lo otro, es salirse del juego. De manera que, siendo al parecer inevitable que algunos ciudadanos con cédula de tales (aunque a veces sin ella), se les ocurra escribir, y como no siempre es posible ponerlos de patitas en la calle, léase en la frontera, o librarse de su presencia por cualquier otro medio expeditivo, pues hagámosles el menor caso posible y vivamos como si no existieran, que ya les llegará su hora, o, mejor dicho, la nuestra en relación con ellos. Se exceptúan, por supuesto, de estas medidas, todos los que de un modo u otro, con el verso o la prosa, cultiven el piropo en sus formas disimuladas o directas o, dicho de otra manera, se manifiesten de acuerdo con todo cuanto sostiene eso que los anglosajones llaman el establishment y que aquí se llamaría propiamente el cotarro. Y tanto mejor si, además de estar de acuerdo, lo ensalzan, lo defienden o lo sirven con palabras u obras; para ellos será el reino de los cielos, representado en este mundo por bicocas y otras clases de ganancias, por estatuas y otras clases de glorias. Los que no estén de acuerdo, pues, ya se sabe, a vegetar y a reconcomerse, a sacar los pies del plato si les da por ahí, a morirse de asco en ciertos casos, y a veces a cantar la palinodia a causa de las cornadas que da el hambre. Aunque los haya resistentes. La sociedad a que pertenecen, o que constituyen, tuvo en tiempos mucho de brillante y atractiva, pero sus luces se fueron apagando y ya no quedan más que los defectos: la envidia, la maledicencia, el navajazo, cuando no el dogmatismo, la intolerancia y la mediocridad instalada (al igual que los otros, sólo que al revés).

Pero a veces sucede que un escritor se recresta y dice que no. Ese tipo es impensable en Francia, donde se puede, ¡ya lo creo!, llevar la contraria a la sociedad, pero cuando se tiene detrás un sistema metafísico propio o una organización política, pues, de lo contrario, los improperios lo mismo que las extravagancias no saldrán de tu barrio. En cambio, en Inglaterra, se suele dar, porque tampoco allí el estatuto del escritor es satisfactorio: de ahí Bernard Shaw u Oscar Wilde. Pero no hay más que recordar el destino de este último para advertir cómo las gastan los ingleses cuando las paradojas de los paradojistas les llegan a lo vivo. Lo que sucede es que a los ingleses les queda siempre el recurso de emigrar. A poca suerte y talento que tengan, pueden vivir de la pluma, y la divisa nacional, aunque no mueve montañas, no ha perdido jamás la capacidad adquisitiva. El escritor español carece de ese recurso. Salvo excepciones, la pluma da para poco, y son escasos los que alcanzan un acomodo estable y digno más allá de las fronteras sin pérdida de la savia que asciende de la tierra propia. Hay que apencar con el país y con su sociedad. Y, entonces, se produce a veces el milagro de que un escritor la tome por montera, la desdeñe de manera evidente, conculque alguno de sus principios más queridos, practique la transgresión: ni más ni menos que algunos duques o algunas bailarinas con los que se empareja. Y lo asombroso es que la sociedad, a veces, lo tolera, y hasta llega a divertirse, si bien el escritor haya de andarse con cuidado, pues a la menor distracción, ¡zas!, caerá con todo el equipo.

Será cosa de poner unos ejemplos, a modo de ilustraciones. Varios, porque hay entre ellos diferencias importantes. Breves, sin embargo -menos uno, claro.

El primero es el de don Ramón del Valle-Inclán. Este logró mantenerse en sus trece gracias a su capacidad de resistencia al hambre, gracias a la inmensa capacidad de aguante que le dio la conciencia de sí mismo. Otro de su cuerda, sujeto de este libro, Ramón Gómez de la Serna, le llamó «la última máscara de a pie de la calle de Alcalá», con lo cual no sé si quiso hacer una greguería o definir a don Ramón. Se quedó a la mitad del camino, más bien, ya que únicamente lo definió en su aspecto físico. La facha de don Ramón no era más que el signo visible de su disconformidad y menosprecio de la sociedad a la que pertenecía, a la que insultó de palabra y con algún que otro corte de mangas, y, de obra, en bastantes de las suyas. Pero dejar su caso tan ligeramente despachado no es más que abreviar trámites y escurrir el bulto, pues lo tengo por bastante más complejo. En primer lugar, don Ramón no era una máscara ni mucho menos, y de su aspecto lo primero que conviene registrar es el atildamiento, realizado, sin embargo, de acuerdo con una estética no conformista y con un patrón personal, en el que concurrían algunos elementos tradicionales del dandi y otros del bohemio: Valle-Inclán realizó, en su aspecto, la conjunción de entrambos «tipos» en un momento, precisamente, en que parecían morir, pues los artistas y escritores del siglo veinte habían renunciado a cualquier señal externa, fuera de uniformidad o de extravagancia, de su dedicación: se distinguían, si acaso, por el uso y a veces el abuso de los atuendos más modernos, con lo cual resolvían, por las buenas, una cuestión que el siglo diecinueve había planteado; con la cual al mismo tiempo renunciaban, al menos de momento, a que su particular situación dentro de la nueva sociedad quedase suficientemente clara y formulada (lo que sólo duró unos años, pocos; las cosas cambiaron pronto). Valle-Inclán no consideró indispensable esta renuncia, y murió como había vivido: con un «no» ruidoso a la conducta y al atuendo de los burgueses. O, dicho de otra manera: no renunció jamás a su inicial posición de contemplador de la realidad desde una si-tuación superior, en la cual se cimentaron su estética lo mismo que su moral (que acaban, como es sabido, confundidas en una y la misma cosa). Para quien tan elevado se sitúa, resulta difícil establecer diferencias entre lo que le queda por debajo, y así, lo mide todo por el mismo rasero, sean los hombres, sean las palabras. Y como es hombre de trato profesional con estas últimas, escoge precisamente aquellas que le pueden servir para mostrar su desprecio por los hombres y por las cosas. La palabra esperpéntica es, por definición, definidora. A mi amigo Paco Umbral le gusta (y lo repite) citar en apoyo de su manipulación poética del lenguaje vulgar el ejemplo de Valle y alguno de los casos en que se muestra: la palabra «durandarte», por ejemplo, en vez de duro, lo cual apareció en las letras cargado de precedentes, y no ya el de Quevedo, que es otra cosa, sino el de Espronceda, muy leído por Valle: pues bien, «durandarte» define el duro y muestra la desestima en que le tiene Valle. Y se podían poner otros ejemplos; pero como no quiero repetirme, remito al lector a mi ensayo «Dilucidación del esperpento», publicado en el volumen Teatro español contemporáneo, segunda edición. Habrá que pedirlo en préstamo a un amigo, por estar agotado y por no darme la gana de reeditarlo, al menos de momento.

La conducta pública de Valle fue una polémica ininterrumpida contra la sociedad: inútil, por supuesto, como lo son siempre esta clase de batallas, pues a la sociedad no la suelen cambiar las sátiras literarias ni las prédicas morales: cambia sin darse cuenta con el tiempo y un palito, y, si llega a darse cuenta, ¡hay que ver cómo se pone, y las que arma! Saberlo parecería motivo suficiente para que el escritor renunciase al ejercicio del escalpelo, singularmente de lo que se endereza contra las poderosas e informes abstracciones. Pero el escritor no es de distinta pasta que el resto de los hombres, entre cuyas actividades podemos o podríamos señalar unas cuantas constantemente ejercidas y absolutamente inútiles: todas aquellas que tratan de combatir el mal en cualquiera de sus formas y muy especialmente las que se limitan a combatir la estupidez. Lo que sí sucede, en cambio, es que algunos artistas (de la palabra), sin renunciar a una clara visión de la realidad, la despojan de su contenido moral y, por supuesto, de toda intención modificadora. Deberían ser más de los que son, por cuanto su actitud tiene mucho de científica, o se asemeja a la del científico, que da testimonio de lo que ve y deja al técnico el resto. Pero acontece más veces de las que algunos desearan que los descubrimientos del científico, como los del escritor, no sirven absolutamente para nada, aunque, en algunos casos, al invento hayan acompañado esperanzas infinitas. ¿Qué consecuencias, en todos los órdenes de la actividad humana, no se le pronosticaron al evolucionismo darwiniano, tanto por los que lo propugnaban como por los que lo combatían? Ni tan siquiera la historia de Adán y Eva destruyó, por cuanto fue inmediatamente recuperada como mito, es decir, como símbolo y significante de un hecho desconocido, y restituida a su anterior posición en el sistema. A la postre, además, da igual que nos hayan precedido una larga evolución biológica o la operación artística de modelar unas pellas de barro. ¡Qué digo yo! Tratándose de Dios, que es razonable, parece más encajada y lógica la elección de un procedimiento racional y paulatino, como es el de la evolución, que el de un milagro demasiado rápido, como hubiera sido el del barro. Es cierto que el evolucionismo nos impide creer en la literalidad del texto bíblico; pero, cuando Darwin lo formuló, en ese texto ya no creía nadie con dos dedos de frente.

En fin, me he desviado, no sé por qué. Quería decir que ciertos escritores, poco inclinados a la sátira moral, pero menos aún al panegírico o a la literatura revolucionaria; incompatibles, sin embargo, con la sociedad y por tanto nada dispuestos a integrarse en ella, pero tampoco a repetir el talante de los bohemios, se limitaron a ejercer la visión objetiva en sus letras y la excentricidad en su conducta. ¿Queda, así, definido el caso de Gómez de la Serna? También es más complejo, creo yo; también excede a tan escuetas coordenadas. La objetividad de su visión del mundo sería una mitad, pero nos queda la otra, la de su conducta social y humana, que ni se ocultó en el anónimo ni se ejerció en el desplante, menos aún en el escándalo. Ramón Gómez de la Serna nunca podría ser definido como máscara de las de a pie, ya que nada de su facha o de su atuendo le enmascara: no es, sin embargo, corriente. ¿Cuál será el quid?

Veamos. Es un hombre de talla media que viste como todo el mundo (es lo que hacen los escritores de su generación); tirando a gordo, pero sin serlo. Con un cabello regularmente cortado, aunque con una onda que le cae sobre la frente. Se habla de un monóculo que escasas veces usó, y sólo en un principio. Se reúne en un café con algunos amigos, y tiene la suerte de que uno de ellos, pintor, haga un retrato de aquella peña con él -Ramón- como eje de la composición. Como ya es mayorcito para vivir en casa, alquila, en una calle cara de Madrid, el piso de una torre, y allí se rodea de sus cosas, que son todas las que va encontrando en su camino y que por algo le llaman la atención. La conjunción Madrid-piso-cachivaches le satisface por entero, le sirve de marco único para su «realización», puesto que la repite, o intenta repetirla, en Buenos Aires, en Nápoles y en Estoril. Pero sucede con bastante frecuencia que cualquier hombre, no precisamente un escritor, lo que busca y no siempre halla es un piso que le vaya bien y en el que meter sus cosas. De modo que la diferencia estribará en las cosas, y yo creo que la singularidad de Ramón consiste precisamente en su especial relación con ellas. ¿Es distinta a la de los demás hombres? Quizá. Nosotros, los corrientes, nos rodeamos de cosas útiles, de las que nos servimos, y de ciertos objetos inútiles, o que se tienen por tales porque no son indispensables para un modo de vivir esquemático, mínimo, según el criterio de los funcionarios de Hacienda, que en seguida las consideran como un lujo. Pero a la postre resulta que son útiles también, que a su usuario le sirven de algo o para algo, que no las posee y mantiene por irracional capricho. ¿Son de éstas las de Ramón? Cuadros, porcelanas, objetos decorativos; o bien colecciones de sellos, de pipas, de vitolas. No. Las de Ramón no son de éstas, sino, por ejemplo, el chuzo de un sereno (pronto habrá que explicar a la gente lo que fueron los serenos, lo que eran los chuzos), un maniquí femenino, varios espejos raros, globitos de colores, recortes de periódicos… Y todo lo que se quiera añadir de cuanto generalmente se arroja al cajón del polvo. ¿Será que Ramón tuvo alma de basurero? No es eso, no. Aunque a primera vista no sea fácil dilucidar para qué quiere estas cosas, qué hace con ellas, convendría esperar a una segunda visita para tomar posiciones. Y esa segunda visita tiene que partir de algunos supuestos. Por ejemplo, les hemos llamado «cosas». «Cosas» es la palabra comodín de que se valen el escritor y la gente cuando ignoran o les estorba el nombre de los objetos, pero también cuando éstos son sustraídos al orden, al sistema al que pertenecen y considerados en sí mismos. El agua de un sifón se inserta en el orden o sistema de las bebidas refrescantes, subclase de las carbónicas, y dentro de él encuentra su precisión, su definición y su sentido, aunque también los recibe en el orden de la química aplicada. Un pie humano, por su parte, se incluye en otro orden, el de los órganos, precisamente en los de la locomoción, al menos mientras el automóvil permanezca en su etapa prehistórica y no lo sustituya por completo: fuera de ellos, únicamente puede ser un resto macabro, el testimonio parcial de un crimen, la materia de una broma de mal gusto, el objeto de una adoración fetichista, un exvoto. Pero, véase bien, en cualquiera de esos casos ha adquirido distinta y nueva significación, se le ha sacado de su orden o sistema propios, se le ha incluido en otro que por naturaleza no es el suyo, pero al que puede pertenecer sin repugnancia racional. No es, pues, todavía «cosa». Para que sea cosa, repito, ha de quedarse en offside, o, como decimos aquí, a la luna de Valencia.

Recordemos así mismo, que de estos dos objetos, el agua de sifón y el pie humano, el que posee sabor, un sabor peculiar y conocido, es el primero; el pie, en todo caso, sabrá a carne humana, como el brazo o las nalgas (acaso me equivoque, pero no me repugna confesar mi incompleta experiencia de la antropofagia), pero es sabor que, en general, se ignora. Es conocida, en cambio, la sensación del pie cuando se duerme; quiero decir, cuando parece colmado de burbujas a causa de un incompleto o insuficiente riego sanguíneo: nunca parece el pie menos pie que en tales casos, jamás es menos apto para conducirnos y sostenernos. Pues bien: Ramón Gómez de la Serna escribe un día: «El agua de sifón sabe a pie dormido»: afirmación, desde luego, tan insólita como inesperada, para llegar a la cual han tenido que verificarse determinadas operaciones mentales: la una, la específicamente cosificadora, al extraer a estos objetos de sus sistemas, al dejarlos, como se dijo, «a la luna de Valencia», les ha privado de toda significación, les ha arrebatado un posible mensaje, les ha hecho aptos para ser cualquier cosa y significar cualquier cosa. El agua de sifón, rica hasta ahora en notas o cualidades, las ha perdido todas, aunque le haya quedado el soporte de una de ellas, algo así como el pedúnculo en que se asienta el sabor, por vacío de la nota misma; un pedúnculo a cuya extremidad, digamos semejante a una ventosa, puede adherirse algo no necesariamente sabroso, algo posiblemente insípido, pero que en seguida adquirirá sabor porque para eso está el pedúnculo ahí: lo imagino flotante con el rumbo perdido, como una de esas patas de moscas que vemos los miopes constantemente, que nunca van a ninguna parte, pero que jamás se aquietan. ¿Va a suceder que el tal pedúnculo transfiera el sabor del agua de sifón al primer objeto atrapado? Se acerca como consecuencia lógica, sobre todo si el objeto de la caza es insípido. Pues, no: sucede justamente lo contrario. Cuando el pedúnculo alcanza a rozar el pie dormido y se adhiere a él con terquedad de lapa, el agua sabe a pie. Claro que yo he intentado explicar la operación de manera sencilla y como quien dice por imágenes y movimientos elementales; pero si se le confía a un experto en retórica, ¡la de procesos metafóricos y metonímicos de que habrá que echar mano hasta dejar cubiertas y explicitadas sus delicadas etapas! En ella, en la explicación, sería necesario insistir en la palabra «sabe», que es la que actúa de pedúnculo, que es la que opera el milagro de aproximación y transfusión entre el agua y el pie, o, más exactamente, entre lo que caracteriza a aquélla como de «sifón» y a éste como «dormido», es, a saber, el cosquilleo y las burbujas. Pero no sería lo mismo decir que «el pie se parece al agua de sifón en que el cosquilleo es como una especie de burbujas», por ejemplo: esto no pasaría de vulgar comparación, cualquiera sería (y es) capaz de descubrirlo. Lo de Gómez de la Serna, lo que él hace, pertenece a un orden poético más elevado -por una parte-, y por otra des-cubre o revela una mente distinta, extraña, una mente especialmente capacitada para la invención y formulación adecuada de verdades inusuales, aunque impertinentes. Porque lo curioso de todo esto es que, como todo el mundo sabe, el agua de sifón sabe a pie dormido DE VERDAD, y en esta verdad consiste lo grave, lo transgresor, lo peligroso además de peliagudo. Porque el trato humano -o el contrato social, como se prefiera- autoriza el conocimiento y uso de ciertas verdades, mas no de todas, y decreta indecentes el uso y conocimiento de las restantes. Todo aquel a quien alguna vez se le ha dormido un pie y ha bebido del agua de un sifón, sabe que ésta sabe a pie dormido, pero se lo calla, no lo diría jamás por respeto a la convención general que rige el mundo. Contempla, por tanto, con desconfianza a quien se atreve a proclamarlo, y más aún a quien no se contenta con eso, sino que proclama también innumerables verdades del mismo orden, y, encima, las titula greguerías, que no quiere decir nada. Clara u oscuramente, el lector, aunque se divierta, intuye que el autor de aquellas frases que a veces tacha de rebuscadas se parece a su modo y coincide en bastantes aspectos (sobre todo en los peligrosos) con el introductor del materialismo dialéctico o con el descubridor del complejo de Edipo: gente toda que hace tambalear las mejor cimentadas estatuas de los foros y de las conciencias. Y lo menos que hace -el lector- es recibirlo de uñas, aunque las esconda. El autor, nuestro Ramón, sin embargo, si es peligroso (y eso habría que ponerlo en claro), no practica la estridencia, se porta de manera apacible, aunque excéntrica; inofensiva, aunque chocante. No se le ocurre, por ejemplo, denunciar (aunque sea sonriendo) la inmoralidad, como hace en su tiempo don Jacinto Benavente: él se detiene y entretiene con detectar cualidades menos aparatosas, como la cursilería, y no acusando, sino señalando y describiendo: Los cursis y las cursis, Los senos de la cursi, se diferencian de Lo cursi, de Benavente, como un tratado de anatomía de un catecismo de higiene.