Arne Dahl

El que siembra sangre

Paul Hjelm 02

Traducción deMónica Corral y Martin Lexell

Título original: Ont blod

© Arne Dahl, 1998


1

«Dolor inexpresable -pensó-. Ahora sé lo que es.»

«Nunca es tarde para aprender», recordó; y la risa macabra resultó inaudible. «Nunca es tarde para morir», se dijo; y su risa se transformó en otro grito mudo lanzado desde lo más profundo de su alma.

Cuando llegó un nuevo ataque de dolor, supo con una claridad cristalina que acababa de reírse por última vez.

El dolor no iba a peor. Con una mezcla de satisfacción y horror -aún conservaba la capacidad de distinguir un sentimiento del otro-, notó que la intensidad había alcanzado su punto álgido. Comprendió que ahora otro proceso tomaría el relevo.

La caída.

La curva de dolor ya no subía, se iba aplanando, y a lo lejos divisaba aquel vertiginoso descenso que, con la inexorabilidad de un tobogán, terminaba en la nada. O -y luchó contra esta idea- en Dios.

Los poros de su cuerpo estaban abiertos del todo, como pequeñas bocas que gritaban el gran «¿por qué?» que él mismo era incapaz de pronunciar.

Las imágenes acudían a su mente; sabía que iba a ser así. Habían aparecido cuando el dolor crecía, ascendiendo a niveles que jamás, ni en sus más oscuras pesadillas, habría podido imaginar. Le asombraron las posibilidades de sufrimiento que durante todos esos años habían permanecido ocultas en su interior.

«Así que esto existe. Llevamos dentro de nosotros el potencial de sufrir con esta intensidad.»

Mientras todo su ser estallaba en una oleada tras otra, el dolor parecía abandonar poco a poco los dedos, el sexo y el cuello para desplazarse hasta un lugar fuera del cuerpo, convirtiéndose de alguna manera en algo general: se elevó por encima de él e invadió su… -tuvo que hacer un esfuerzo para pensar la palabra- su alma. Intentó mantener despejada la mente. Pero entonces le asaltaron las visiones.

Al principio había luchado para conservar el contacto con el mundo exterior, un mundo que se había reducido a gigantescos cuerpos de aviones que desfilaban ruidosamente al otro lado del pequeño hueco en la pared que hacía de ventana, y a la callada figura del verdugo que de vez en cuando se movía de un lado para otro con sus herramientas mortales. Poco a poco, los atronadores aeroplanos se fueron fundiendo con los recuerdos y se transformaron también ellos en rugientes espíritus infernales.

Las imágenes se le agolpaban: la forma en la que llegaban, el orden entre ellas, su estructura. Vio la inolvidable decoración interior de la sala de partos en la que nació su hijo, algo que él no presenció, pues estaba vomitando en el baño. Pero ahora se encontraba en aquella sala y le parecía bonita, desprovista de olores, de ruidos. El testigo de la vida se pasaba en un ámbito limpio. Saludaba a gente que conocía, grandes escritores. Caminaba por pasillos señoriales. Hacía el amor con su mujer, y la cara de ella mostraba una felicidad que jamás había visto. Estaba subido a una tribuna, y la gente aplaudía con gran entusiasmo. Nuevos pasillos, encuentros, reuniones. Salía en la televisión, objeto de miradas de admiración. Contempló cómo escribía con ardiente pasión, y cómo leía un libro tras otro, un papel tras otro. Cuando el dolor remitió un instante y el estruendo de los aviones le hizo recobrar la conciencia, advirtió que se había visto a sí mismo leyendo y escribiendo, pero nunca aquello que leía o escribía; durante esos breves instantes de calma se preguntó qué podía significar.

Ahora empezaba el descenso; lo sentía con claridad. Cuando las punzadas llegaron, ya no pudieron alcanzarlo. Huía de su torturador; al final le ganaría la partida. Incluso tuvo fuerzas para escupirle y la única réplica fue un crujido, seguido por una leve, muy leve, intensificación del dolor. De la oscuridad surgió un dragón aullante, convertido en un avión que dejó una estela que se rezagaba, envolviendo, como si de un velo se tratara, el campo de fútbol donde su hijo lanzaba nerviosas miradas hacia la banda. Lo saludó con una mano, pero él no lo vio. Empezó a agitar las manos y gritó, aunque fue en vano; el niño parecía cada vez más resignado, hasta que marcó un gol en propia puerta de pura distracción, o quizá como protesta. Luego, junto a la librería, esa joven mujer, las miradas de admiración… Van paseando por la calle exhibiendo, entusiastas, un amor que rompe las barreras generacionales. Al otro lado de la calle, dos figuras inmóviles: el niño y la esposa. Él los descubre, se detiene y la besa ardientemente. Está haciendo footing. La pequeña aguja penetra en el cuero cabelludo una y otra vez: al final luce de nuevo una orgullosa cabellera. En la feria del libro, participa en una mesa redonda cuando suena el móvil: un nuevo hijo, los corchos de las botellas de champán salen volando, pero cuando llega a casa no hay nadie. Está leyendo otra vez. En un último golpe de conciencia piensa que algo de todo lo que ha leído y escrito debería pasar por su mente, pero sólo se ve a sí mismo leyendo o escribiendo. Y en un último destello de clarividencia, convencido de que la verdad le ha sido revelada en este momento fatal, se da cuenta de que ni sus lecturas ni sus escritos significan nada; podría haberse dedicado a cualquier otra cosa, total…

Piensa en las amenazas: «Nadie oirá tus gritos». En que no las tomó en serio. Porque sospechó que… Una última punzada de dolor le arrebata el hilo del pensamiento.

Y empieza el final. El dolor se desvanece. Ahora las imágenes se aceleran. Como si el tiempo apremiara.

Participa en una manifestación; el policía le amenaza con la porra. Está en un prado veraniego y un caballo se dirige al galope hacia él. Una culebra se cuela en sus botas de goma y se le mete entre los dedos de los pies. Su padre mira distraído el dibujo que ha hecho de la enorme serpiente. Las nubes pasan volando por encima del borde de la capota del cochecito y le parece ver un gato moviéndose allí arriba. Una leche dulce le moja la cara. El grueso y verdoso cordón enseña el camino; atraviesa oscuros y carnosos canales.

Y el viaje termina.

En algún sitio surge un pensamiento: «Qué manera más cutre de morir».


2

Paul Hjelm estaba convencido de que existían mañanas inmóviles, y esa mañana de finales de verano era definitivamente una de ellas. No temblaba ni una hoja en los mustios arriates del patio interior ni tampoco circulaba una sola mota de polvo en el despacho donde se encontraba mirando por la ventana. Es más, la cantidad de células cerebrales activas dentro de su cráneo era ínfima. En otras palabras: se trataba de una mañana inmóvil en el edificio de policía de Kungsholmen, en Estocolmo.

Por desgracia, también había sido un año bastante inerte. Paul Hjelm pertenecía al equipo policial que el año anterior había trabajado en la investigación sobre el llamado Asesino del Poder, un asesino en serie que saltó a los titulares de todo el país cuando empezó a eliminar metódicamente a diversos peces gordos del mundo empresarial sueco. Debido al éxito de la investigación, el grupo se convirtió en una unidad permanente dentro de la policía criminal nacional, un recurso de reserva destinado a «crímenes violentos de carácter internacional», tal y como rezaba la denominación oficial. En la práctica se trataba de estar preparado para las nuevas formas de criminalidad que aún no se habían instalado de forma definitiva en Suecia.

Y ahí estaba el problema. Había pasado un año sin que ningún «crimen violento de carácter internacional» de esa naturaleza hubiera azotado el país, motivo por el cual cada vez se alzaban más voces críticas cuestionando la utilidad del Grupo A.

En realidad no se llamaba Grupo A; ése era el nombre que se les había ocurrido cuando, un año y medio antes, se formó la unidad y hubo que inventarse algo deprisa y corriendo. Por razones formales y para justificar su existencia, ahora se referían a ellos como «La unidad especial de la policía criminal nacional para crímenes violentos de carácter internacional», pero como nadie conseguía pronunciar dicha denominación sin echarse a reír, extraoficialmente seguía siendo el Grupo A, nombre que ya de por sí también resultaba bastante cómico pero que por lo menos tenía cierto valor sentimental. Y ahora estaban a punto de ser relegados al olvido. Empleados públicos sin nada que hacer no era precisamente lo que más se llevaba en esos tiempos, por lo que, poco a poco, empezaron a desmantelar el grupo; les encomendaban ridículas misiones de índole muy diversa y los prestaban a diestro y siniestro a otras unidades. A pesar de que el jefe formal del equipo, Waldemar Mörner, director de departamento de la Dirección General de Policía, lo defendía con uñas y dientes, todo parecía indicar que la saga del Grupo A pronto pasaría a mejor vida.

Les hacía falta un sólido asesino en serie. De categoría internacional.

Paul Hjelm se quedó embobado mirando la mañana inmóvil, atento a cómo una pequeña hoja, una de las pocas amarillas que había, temblaba y caía al suelo de hormigón del tedioso patio. Se sobresaltó, como si hubiese sido la premonición de un huracán, y volvió en sí. Con un par de zancadas se plantó delante de un pequeño espejo descascarillado que colgaba de la pared del anónimo despacho y contempló el grano que tenía en la mejilla.

Le había salido durante la caza del Asesino del Poder, y una persona entonces muy cercana había dicho que parecía un corazón. De eso hacía mucho tiempo. Ella ya no estaba cerca, y a la que sí lo estaba el grano le resultaba más bien asqueroso.

Recordaba el caso de los Asesinatos del Poder con una mezcla de melancolía y sensación de irrealidad. Fue una época rara, una extraña mezcla de éxito profesional y catástrofe personal. Una experiencia dolorosa, como no podía ser de otra manera.

Su mujer, Cilla, lo había dejado. En medio de una de las investigaciones criminales más importantes de todos los tiempos en el país, se había quedado solo con los niños en el chalet adosado. Tuvieron que cuidar de sí mismos mientras él se dejaba absorber cada vez más por el caso y hallaba en los brazos de una compañera de trabajo un consuelo erótico de doble filo. Todavía le resultaba difícil separar lo que realmente había ocurrido entre ellos de lo que sólo había pasado en su imaginación.

Pero en cuanto el caso se resolvió, el tren de la vida volvió a encarrilarse en la vía de la rutina, tal y como él solía decirse en sus momentos líricos; un vagón tras otro, se fueron incorporando desde las vías muertas a los raíles principales, hasta que la vieja locomotora Hjelm recuperó su aspecto habitual. Cilla regresó, la vida familiar se normalizó, a los integrantes del Grupo A -en particular, a él mismo- los proclamaron héroes y el grupo se ganó la condición de fijo; Paul Hjelm fue ascendido, consiguió un horario de trabajo normal y se hizo amigo íntimo de un par de compañeros; la compañera se buscó otro hombre, se reinstauró la calma y todo el mundo feliz y contento.

Sin embargo, tanta tranquilidad y alegría debían de haberle provocado una sobredosis, porque un día, de repente, después de unos seis meses -el tiempo que tardaron en atar todos los cabos sueltos y conseguir un veredicto- vio, corno si el encuadre del zoom de una cámara se ampliara abruptamente, la línea principal por la que avanzaba el convoy convertida en la vía de un tren eléctrico de juguete y los extensos paisajes e interminables cielos reducidos al suelo, las paredes y el techo de cemento de un pequeño sótano. Y en lugar de encaminarse a toda marcha hacia el horizonte, el tren no hacía más que repetir el mismo circuito.

A medida que el trabajo del Grupo A empezaba a ser cuestionado, le entraron toda una serie de dudas. Le parecía que la vuelta a los viejos carriles trillados era sólo una puesta en escena; como si todo fuese una construcción chapucera, como si no hubiese ningún fundamento bajo las vías del tren y la menor ráfaga de viento las fuera a arrancar de cuajo.

Hjelm se contemplaba en el espejo. En torno a los cuarenta, el típico cabello sueco, rubio, cada vez con más entradas: un aspecto bastante convencional. A excepción del grano, del que acababa de quitar un trocito de piel y al que echó un poco de crema antes de volver a la ventana. La mañana seguía inmóvil. La pequeña hoja amarilla permanecía quieta en el lugar exacto donde había caído. Durante su ausencia, ni un solo soplo de aire se había abierto camino por el patio. Les hacía falta un sólido asesino en serie. «De categoría internacional», pensó Paul Hjelm antes de volver a sumirse en su orgía autocompasiva.

Cilla volvió, cierto. Él volvió, cierto. Pero ni en una sola ocasión habían hablado de lo que hicieron y sintieron durante la separación. Al principio lo había considerado una señal de mutua confianza, aunque luego le afloró la sospecha de que se había abierto una brecha insalvable entre ellos. ¿Y cómo estaban en realidad los niños? Danne tenía dieciséis años, Tova, casi catorce, y a ratos, cuando conseguía captar sus evasivas miradas, Hjelm se preguntaba si ya habría consumido todo el capital de confianza que tenía. Ese extraño verano hacía ya más de un año, ¿habría dejado huellas que perturbarían sus vidas mucho después de su propia muerte? La idea le producía vértigo.

Y la relación con Kerstin Holm, su compañera de trabajo, también parecía haber entrado en una nueva fase. Se cruzaban varias veces al día y cada nuevo encuentro era más tenso que el anterior. Tras el intercambio de miradas se ocultaban unos abismos que tampoco habían sido explorados, pero que lo pedían a gritos. Ni siquiera la buena relación que tenía con su jefe, Jan-Olov Hultin, y con sus compañeros Gunnar Nyberg y Jorge Chávez se le antojaba del todo igual que antes. El pequeño tren de juguete daba una vuelta tras otra en su circuito cerrado.

Y luego esa terrible sospecha: que el único cambio que se había producido era el suyo propio. Porque él sí había cambiado de verdad. De pronto, se dio cuenta de que escuchaba música a la que nunca se había acercado antes y de que se enganchaba a libros que hasta hacía poco ni sabía que existían. Echó un vistazo a su mesa, donde un reproductor de CD portátil y un desgastado libro de bolsillo se arrimaban lomo contra lomo. En el reproductor había algo tan misterioso como Meditations, de John Coltrane, uno de los últimos discos del maestro, una extraña mezcla de salvaje improvisación y quieta devoción. El libro era América, la novela de Kafka que menos atención había despertado, pero en cierto sentido la más curiosa. Paul Hjelm nunca olvidaría los acontecimientos que se desencadenan en esa historia cuando el joven Karl, a punto de desembarcar en el puerto de Nueva York, cae en la cuenta de que se ha dejado el paraguas y regresa al barco. Estaba convencido de que era precisamente ese tipo de escenas las que uno vuelve a ver en el momento de la muerte.